“La
oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo,
un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde
dentro de la alegría” (Santa Teresa del Niño Jesús)
“La
oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes
convenientes” nos dirá San Juan Damasceno, y esta definición también la
recogerá el catecismo cuando habla sobre la oración.
Los
discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo
tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día, al terminar
el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez:
Señor, enséñanos a orar:
“Estaba él orando en cierto lugar y cuando terminó, le dijo uno de sus
discípulos: Señor, enséñanos a orar… Él les dijo cuando oréis, decid: Padre
santificado sea tu nombre…”[1]
La
tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo, y
esta oración la que repetimos en la misa u otros oficios litúrgicos.
Es de
esta oración que nos enseñó Jesús de lo que vamos a hablar el día de hoy.
Al Padre Nuestro se le llama también “Oración dominical”, es decir “la oración del Señor”, porque nos la
enseñó el mismo Jesús.
Padre Nuestro
Cuando
empezamos la oración, comenzamos con la invocación “Padre”, comenzamos con un gran consuelo de antemano, podemos decir
Padre. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado
al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios. Pero, el
hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra “padre”,
pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida
por las deficiencias de los padres. Por eso, a partir de Jesús, lo primero que
tenemos que aprender es qué significa la palabra “padre”[2].
La
palabra “padre” nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos
debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras y sólo empleó
aquella que inspira amor y confianza a los que oran y piden alguna cosa;
porque, ¿qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura
y amor?[3]
Al
nosotros decirle “Padre” a Dios, nos estamos reconociendo como hijos de Él y
aunque esto sea muchas veces un hecho, nos toca a cada uno de nosotros
descubrirlo cada día. ¿Cómo? Esforzándonos por vivir cada día mejor desde que
nos levantamos, repitamos muchas veces al día la palabra “Padre”, digámosle en
nuestro corazón que le queremos, que le adoramos, que sentimos el orgullo y la
fuerza de ser hijos suyo. [4]
Es por
eso que el orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones
fundamentales: El deseo y la voluntad de
asemejarnos a él.
“Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios 'Padre nuestro', de que
debemos comportarnos como hijos de Dios”. (San Cipriano).
Sólo
Jesús podía decir con pleno derecho “Padre mío”, porque realmente sólo Él es el
Hijo de Dios. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: “Padre nuestro”.
Sólo en el “nosotros” de los discípulos podemos llamar “Padre” a Dios, pues
sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en “hijos
de Dios”. Así, la palabra “nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del
recinto cerrado de nuestro “yo”. Nos
exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo
meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros,
abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Exige reconocer al otro como
persona, reconocerlo como hermano, nos invita a no vivir indiferentes a lo que
le pueda ocurrir al hermano, por el contrario nos ayuda a conocerlo y así ir
juntos hacia nuestro Padre Dios.
Y el
Señor ya nos había dicho que si en el momento de orar nos acordáramos de que
uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros, debíamos primero
hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.[5]
Tenemos
derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos,
especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que
más nos relacionamos, con los más necesitados, familiares, amigos, con todos.
Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San
Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que
ame a Dios, a quien no ve.[6]
Con la
palabra “nosotros” decimos “sí” a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso
reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y
al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo
nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los
vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El
Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín.[7]
Que estás en el cielo
“Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”,
profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, en Cristo Jesús” (Ef.
2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en
este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación
celestial” (2 Co 5, 2; cf. Flp 3, 20; Heb. 13, 14):
Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su
vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo (Epístola a Diogneto 5, 8-9)”.[8]
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