Se
celebra la solemnidad del Corpus Christi, solemnidad que es en honor al
Santísimo Sacramento. Justamente en tiempos antiguos Santo Tomás compuso unos
bellísimos textos en honor a Jesús sacramentado, unos de los más conocidos es
el “Adorote Devote”, “Te Adoro con devoción”.
Nuestro
Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben
hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor.
Justamente
cuenta una piadosa historia que un día un sacerdote reunió a grupo de niños y les
habló de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, les explico en un
lenguaje conmovedor que aquel que tanto nos ama quiso permanecer prisionero en
un humilde Sagrario. Entre los pequeños oyentes había uno que escuchaba al
sacerdote con especial atención, de repente le vino una idea a la cabeza.
Abandonando
a sus compañeros se dirigió a la Iglesia, entro y fue directo a donde se
encontraba el Sagrario y como no llegaba se subió a una silla y se sentó en el
altar, una vez allí llamo a la puerta tras la cual estaba el buen Jesús escondido
y le dijo: “Jesús estas allí”; nadie le
respondía, sin perder su enternecedora osadía, llamó de nuevo, “¡respóndeme!,
en la catequesis me han dicho que sí”. Pero Jesús guardaba silencio. El niño
pegó el oído a la puerta, pero no oía nada. “Tal vez este durmiendo”, pensó;
para despertarlo solamente dijo: “Querido niño Jesús, te amo, te estimo y creo
en ti, ¡respóndeme!, ¡te lo pido háblame!
Y ¡oh!,
prodigio, Jesús cedió a tan conmovedores pedidos y le hiso oír su voz
diciéndole: “Si mi querido niño estoy aquí, ¿qué quieres de mí?; pídeme lo que
deseas”.
El niño
sorprendido, piensa un poco y dice: “mamá siempre esta preocupada porque papá
no es cristiano, te lo suplico, conviértelo”.
“Puedes
irte”, le respondió Jesús, “te prometo que salvaré el alma de tu padre”.
El niño
volvió a su casa todo radiante. Al domingo siguiente escucho que su padre iba a
ir a la iglesia a oír misa; a partir de aquel momento comenzó a llevar una vida
más cristiana.
Jesús,
queridos hermanos, compenso la fe de su pequeño siervo y cumplió la promesa que
le hiso.
No
aconseje a sus hijos o nietos que imiten el gesto que osada e inocentemente
realizó aquel niño; pero imitemos todos al menos su fe viva y su confianza
perseverante, cuando estemos en una iglesia, delante de la Eucaristía
hablémosle a Jesús como lo haríamos con nuestra
madre.
“Te adoro
con devoción, Dios escondido, que estas verdaderamente oculto bajo estas
apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al
contemplarte”, escribe santo Tomás de Aquino.
Dios en un momento de la humanidad quiso habitar entre nosotros, plantar
su tienda en medio de los hombres, y se encarnó en el seno purísimo de la
virgen María.
Vino a la
tierra y permaneció oculto para la mayoría de las gentes, que estaban
preocupadas por otras cosas. Le conocieron algunos que poseían un corazón
sencillo y una mirada vigilante para lo divino: María, José, los pastores, los
magos, Ana, Simeón. Este anciano que había esperado toda su vida la llegada del
Mesías anunciado, y pudo exclamar ante la presencia del niño Jesús: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar
a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador…” (Lc. 2,
29ss) ¡Si nosotros pudiéramos decir lo mismo al acercarnos al Sagrario!
En la
Sagrada Eucaristía, bajo las apariencias de pan y de vino, Jesús se vuelve a
ocultar para que le descubran nuestra fe y nuestro amor. A Él le decimos en
nuestra oración, como aquel niño de la historia, “Señor, que nos haces
participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas, que
esté siempre claro tu rostro a nuestros ojos; que vivas con nosotros, porque
sin Ti nuestra vida no tiene sentido”, Repitamos las palabras que encontramos
en el evangelio de san Lucas 18, 41 (El ciego de Jericó) cuando dice “¡Señor
que vea!”, que te veamos con los ojos purificados en el sacramento de la
Confesión.
“Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te
confiteor… No veo
las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea
más en Ti, que en Ti espere, que te ame…”
En el
evangelio de san Juan 20, 25ss. Vemos que Tomás no estaba presente cuando se
apareció Jesús a sus discípulos. Y a pesar del testimonio de todos, que le
aseguraban con firmeza: ¡Hemos visto al Señor!, este Apóstol se resistió a
creer en la Resurrección del Maestro: “Si no veo la señal de los clavos, y no
meto mi dedo en esa señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días
más tarde, el Señor se volvió a aparecer a sus discípulos. Esta vez Tomás
estaba con ellos; el Señor se dirige a Tomás y le dice trae tu dedo y mira mis
manos, trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
A lo que el discípulo exclamo una frase que constantemente repetimos al momento
de la Consagración: ¡Señor mío y Dios mío!
En este
acto de fe nosotros también queremos decirle a Jesús que creemos firmemente en
su presencia real allí y que puede disponer de nuestra vida entera. Nosotros no
vemos ni tocamos las llagas sacratísimas de Jesús, como Tomás, pero nuestra fe
debe de ser firme como la del Apóstol después de ver al Señor.
En esta
solemnidad del Corpus Christi, cuando estemos delante del Santísimo sacramento
de la Eucaristía, miremos a Jesús, que se dirige a nosotros para fortalecer la
fe, para que ésta se manifieste en nuestros pensamientos, palabras y obras: en
el modo de juzgar a otros con espíritu amplio, lleno de caridad; en la
conversación que anima siempre a los demás a ser personas honradas, a seguir a
Jesús de cerca; en las obras, siendo ejemplares en terminar con perfección lo
que tenemos encomendado, huyendo de las cosas inmorales.
Pongamos,
queridos hermanos, de nuevo los ojos en el Señor. Quizá cuando lo hagamos
escuchemos las palabras que le dijo a Tomás: “Mete aquí tu dedo”, y también
como el apóstol, saldrá de nuestra alma esa confesión ¡Señor mío y Dios mío!;
digámosle que le reconocemos como Maestro, y con su ayuda atesoraremos sus
enseñanzas y nos esforzaremos en seguirlas con lealtad.
“Iesu, quem velatum nunc aspicio… Jesús, a quien ahora
veo escondido, te pido que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el
rostro ya descubierto, sea yo feliz con la visión de tu gloria. Amén.”
Un día,
por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal
como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los
clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre.
Ahora le
vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil
situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes
están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga
y los mismos gozos.
Pero le
hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por
entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le
adoramos, cuando vamos en la procesión de Jesús Sacramentado, en el Corpus
Christi, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial,
hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la
derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles
que le alaban sin fin en el Cielo.
Jesús, a
quien ahora vemos oculto, no ha querido esperar el encuentro definitivo para
unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en el Santísimo Sacramento, en el
Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier
momento en que queramos visitarle.
Aun
cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra
realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que
le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de
este modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros.
Queridos
hermanos en esta solemnidad del Corpus Christi, dirijámonos a Jesús y digámosle
en la intimidad de la oración: “Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes
curarme. Tú conoces mis flaquezas, digámosle tengo estos síntomas, padezco
estas debilidades. Señor, Tú que has curado tantas almas, haz que, al tenerte
en mi corazón, al contemplarte en el la Custodia o en el Sagrario, te reconozca
como Médico divino.
Acudamos
a nuestra Madre la Virgen María para que nos ayude a reconocer a su Hijo, en
las diversas situaciones que vivimos.
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