martes, 4 de junio de 2013

“ADORACIÓN A JESÚS SACRAMENTADO”


Se celebra la solemnidad del Corpus Christi, solemnidad que es en honor al Santísimo Sacramento. Justamente en tiempos antiguos Santo Tomás compuso unos bellísimos textos en honor a Jesús sacramentado, unos de los más conocidos es el “Adorote Devote”, “Te Adoro con devoción”.

Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor.

Justamente cuenta una piadosa historia que un día un sacerdote reunió a grupo de niños y les habló de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, les explico en un lenguaje conmovedor que aquel que tanto nos ama quiso permanecer prisionero en un humilde Sagrario. Entre los pequeños oyentes había uno que escuchaba al sacerdote con especial atención, de repente le vino una idea a la cabeza.

Abandonando a sus compañeros se dirigió a la Iglesia, entro y fue directo a donde se encontraba el Sagrario y como no llegaba se subió a una silla y se sentó en el altar, una vez allí llamo a la puerta tras la cual estaba el buen Jesús escondido y  le dijo: “Jesús estas allí”; nadie le respondía, sin perder su enternecedora osadía, llamó de nuevo, “¡respóndeme!, en la catequesis me han dicho que sí”. Pero Jesús guardaba silencio. El niño pegó el oído a la puerta, pero no oía nada. “Tal vez este durmiendo”, pensó; para despertarlo solamente dijo: “Querido niño Jesús, te amo, te estimo y creo en ti, ¡respóndeme!, ¡te lo pido háblame!
Y ¡oh!, prodigio, Jesús cedió a tan conmovedores pedidos y le hiso oír su voz diciéndole: “Si mi querido niño estoy aquí, ¿qué quieres de mí?; pídeme lo que deseas”.

El niño sorprendido, piensa un poco y dice: “mamá siempre esta preocupada porque papá no es cristiano, te lo suplico, conviértelo”.

“Puedes irte”, le respondió Jesús, “te prometo que salvaré el alma de tu padre”.
El niño volvió a su casa todo radiante. Al domingo siguiente escucho que su padre iba a ir a la iglesia a oír misa; a partir de aquel momento comenzó a llevar una vida más cristiana.

Jesús, queridos hermanos, compenso la fe de su pequeño siervo y cumplió la promesa que le hiso.

No aconseje a sus hijos o nietos que imiten el gesto que osada e inocentemente realizó aquel niño; pero imitemos todos al menos su fe viva y su confianza perseverante, cuando estemos en una iglesia, delante de la Eucaristía hablémosle a Jesús como lo haríamos con nuestra  madre.

“Te adoro con devoción, Dios escondido, que estas verdaderamente oculto bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte”, escribe santo Tomás de Aquino.  Dios en un momento de la humanidad quiso habitar entre nosotros, plantar su tienda en medio de los hombres, y se encarnó en el seno purísimo de la virgen María.

Vino a la tierra y permaneció oculto para la mayoría de las gentes, que estaban preocupadas por otras cosas. Le conocieron algunos que poseían un corazón sencillo y una mirada vigilante para lo divino: María, José, los pastores, los magos, Ana, Simeón. Este anciano que había esperado toda su vida la llegada del Mesías anunciado, y pudo exclamar ante la presencia del niño Jesús: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador…” (Lc. 2, 29ss) ¡Si nosotros pudiéramos decir lo mismo al acercarnos al Sagrario!

En la Sagrada Eucaristía, bajo las apariencias de pan y de vino, Jesús se vuelve a ocultar para que le descubran nuestra fe y nuestro amor. A Él le decimos en nuestra oración, como aquel niño de la historia, “Señor, que nos haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas, que esté siempre claro tu rostro a nuestros ojos; que vivas con nosotros, porque sin Ti nuestra vida no tiene sentido”, Repitamos las palabras que encontramos en el evangelio de san Lucas 18, 41 (El ciego de Jericó) cuando dice “¡Señor que vea!”, que te veamos con los ojos purificados en el sacramento de la Confesión.

“Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor…  No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más en Ti, que en Ti espere, que te ame…”

En el evangelio de san Juan 20, 25ss. Vemos que Tomás no estaba presente cuando se apareció Jesús a sus discípulos. Y a pesar del testimonio de todos, que le aseguraban con firmeza: ¡Hemos visto al Señor!, este Apóstol se resistió a creer en la Resurrección del Maestro: “Si no veo la señal de los clavos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré”.

Ocho días más tarde, el Señor se volvió a aparecer a sus discípulos. Esta vez Tomás estaba con ellos; el Señor se dirige a Tomás y le dice trae tu dedo y mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. A lo que el discípulo exclamo una frase que constantemente repetimos al momento de la Consagración: ¡Señor mío y Dios mío!

En este acto de fe nosotros también queremos decirle a Jesús que creemos firmemente en su presencia real allí y que puede disponer de nuestra vida entera. Nosotros no vemos ni tocamos las llagas sacratísimas de Jesús, como Tomás, pero nuestra fe debe de ser firme como la del Apóstol después de ver al Señor.

En esta solemnidad del Corpus Christi, cuando estemos delante del Santísimo sacramento de la Eucaristía, miremos a Jesús, que se dirige a nosotros para fortalecer la fe, para que ésta se manifieste en nuestros pensamientos, palabras y obras: en el modo de juzgar a otros con espíritu amplio, lleno de caridad; en la conversación que anima siempre a los demás a ser personas honradas, a seguir a Jesús de cerca; en las obras, siendo ejemplares en terminar con perfección lo que tenemos encomendado, huyendo de las cosas inmorales.
Pongamos, queridos hermanos, de nuevo los ojos en el Señor. Quizá cuando lo hagamos escuchemos las palabras que le dijo a Tomás: “Mete aquí tu dedo”, y también como el apóstol, saldrá de nuestra alma esa confesión ¡Señor mío y Dios mío!; digámosle que le reconocemos como Maestro, y con su ayuda atesoraremos sus enseñanzas y nos esforzaremos en seguirlas con lealtad.

“Iesu, quem velatum nunc aspicio… Jesús, a quien ahora veo escondido, te pido que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el rostro ya descubierto, sea yo feliz con la visión de tu gloria. Amén.”

Un día, por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre.

Ahora le vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga y los mismos gozos.

Pero le hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le adoramos, cuando vamos en la procesión de Jesús Sacramentado, en el Corpus Christi, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles que le alaban sin fin en el Cielo.

Jesús, a quien ahora vemos oculto, no ha querido esperar el encuentro definitivo para unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en el Santísimo Sacramento, en el Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier momento en que queramos visitarle.

Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros.

Queridos hermanos en esta solemnidad del Corpus Christi, dirijámonos a Jesús y digámosle en la intimidad de la oración: “Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme. Tú conoces mis flaquezas, digámosle tengo estos síntomas, padezco estas debilidades. Señor, Tú que has curado tantas almas, haz que, al tenerte en mi corazón, al contemplarte en el la Custodia o en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.

Acudamos a nuestra Madre la Virgen María para que nos ayude a reconocer a su Hijo, en las diversas situaciones que vivimos.




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