viernes, 21 de junio de 2013

PADRE NUESTRO: LAS SIETE PETICIONES (II PARTE)


Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia Él, para su Gloria, pues lo propio del amor es pensar primero en Aquel que amamos. Estas tres suplicas son básicamente lo que, en particular,  debemos pedirle. Las cuatro últimas, como caminos hacia Él, presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y nuestras esperanzas.[1]


1.      Santificado sea tu nombre


Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo. En efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y ha querido que su pueblo le fuese consagrado como una nación santa en la que Él habita.

Santificar el nombre de Dios, que “nos llama a la santidad” (1Tes. 4, 7), es desear que la consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Asimismo, es pedir que, con nuestra vida y nuestra oración, el Nombre de Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.[2]

2.      Venga a nosotros tu reino


Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice:

“Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura”[3]

Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria.

En modo alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos devotos y de algún modo deseosos del Reino de Dios. Jesús establece una prioridad determinante para todo: “Reino de Dios” quiere decir “soberanía de Dios”, y eso significa asumir su voluntad como criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica que reconocemos a Dios su derecho y en él encontramos el criterio para medir el derecho entre los hombres. Buscar por tanto edificar este reino en cada cosa que nosotros realicemos, pedir que no hacer nuestro capricho sino hacer lo que Dios desea.

Es por eso que decimos “venga tu reino” (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre.[4]

 Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo


La voluntad del Padre es que “todos se salven” (1Tim. 2, 4). Y justamente para esto ha venido Jesús, para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo, para que no seamos egoístas y hagamos nuestros caprichos, para que dejemos de lado nuestro orgullo y seamos más humildes; pidamos queridos hermanos hacer la voluntad de Dios.

Pero, ¿cómo sabemos cuándo hacemos la voluntad de Dios?

“Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Viviendo de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios, entrando progresivamente en sintonía con esta voluntad.”[5]

Podemos “distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rom. 12, 2), mediante la dirección espiritual, mediante los consejos de un sacerdote, sobre todo por la oración y así también mediante esta oración podremos obtener constancia para cumplirla. Ya que fácil es decir Señor deseo hacer tu voluntad, pero no pongo los medios para llevarla a cabo.

4.   Danos hoy nuestro pan de cada día

Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario a cada cual para su subsistencia, reconocemos hasta qué punto Dios Padre es bueno. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros. Es decir nos invita a no ser egoístas con nuestros bienes, a saber compartir con el hermano que menos tiene. Sin embargo, “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4); esta petición se refiere también al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, recibido en la Eucaristía; Eucaristía que anticipa el banquete del Reino venidero, el reino celestial.[6]

“Hoy existen dos interpretaciones principales. Una sostiene que la palabra significa “[el pan] necesario para la existencia”, con lo que la petición diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra interpretación defiende que la traducción correcta sería “[el pan] futuro”, el del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no parece tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La referencia al futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente futuro: el verdadero maná de Dios. Entonces sería una petición escatológica, la petición de una anticipación del mundo que va a venir, es decir, que el Señor nos dé “hoy” el pan futuro, el pan del mundo nuevo, El mismo. Entonces la petición tendría un sentido escatológico. Algunas traducciones antiguas apuntan en esta dirección, como la Vulgata de san Jerónimo, por ejemplo, que traduce la misteriosa palabra con supersubstantialis, interpretándola en el sentido de la “sustancia” nueva, superior, que el Señor nos da en el santísimo Sacramento como verdadero pan de nuestra vida.

De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía; en este sentido, la oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como si fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. El milagro del maná, a la luz del gran sermón de Jesús sobre el pan, remitía a los cristianos casi automáticamente más allá, al nuevo mundo en el que el Logos —la palabra eterna de Dios— será nuestro pan, el alimento del banquete de bodas eterno.”[7]

5.      Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden

La quinta petición del Padrenuestro presupone un mundo en el que existen ofensas: ofensas entre los hombres, ofensas a Dios. Toda ofensa entre los hombres encierra de algún modo una vulneración de la verdad y del amor y así se opone a Dios, que es la Verdad y el Amor. La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza.

Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona.

La petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, representa un desafío nuevo cada día. Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado el precio de descender a las miserias de la existencia humana y a la muerte en la cruz, nos recuerda a Cristo que murió por salvarnos del pecado, por reconciliarnos con Dios Padre. Por eso nos invita ante todo al agradecimiento, y después también a enmendar con Él el mal mediante el amor, a consumirlo sufriendo. Y al reconocer cada día que para ello no bastan nuestras fuerzas, que frecuentemente volvemos a ser culpables, entonces esta petición nos brinda el gran consuelo de que nuestra oración es asumida en la fuerza de su amor y, con él, por él y en él, puede convertirse a pesar de todo en fuerza de salvación.[8]

6.      No nos dejes caer en la tentación

Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte.

“Satanás quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de todo, acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga.”[9]

“En esta sexta petición del Padrenuestro decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí”. Le pedimos que por favor no le deje al mal actuar sobre nosotros, ya que sólo Él puede permitírselo. ”[10]

7.      Y líbranos del mal

El mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es “el seductor del mundo entero” (Ap. 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue alcanzada por Cristo; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana sea liberada de Satanás y de sus obras. Pedimos también el don de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo, que nos librará definitivamente del maligno. Pidamos que seamos liberados de los pecados, que reconozcamos “el Mal” como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios vivo.

Amén

“Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa: “Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos enseñó”.[11] Con este Amén estamos diciendo a Dios Padre que aceptamos y creemos todo lo dicho anteriormente y que de corazón esperamos que se cumpla.




LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO



[1] Cf. Compendio C.E.C.
[2] Cf. Compendio C.E.C.
[3] Mt 6, 33
[4] Cf. JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 180 – 182.
[5] JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 183.
[6] Cf. Compendio C.E.C.
[7] JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 189 - 190
[8] Cf. JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 193 – 196.
[9] JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 199
[10] Cf. JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 200
[11] San Cirilo de Jerusalén

EL PADRE NUESTRO ( I PARTE)


“La oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (Santa Teresa del Niño Jesús)

“La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” nos dirá San Juan Damasceno, y esta definición también la recogerá el catecismo cuando habla sobre la oración.

Los discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día, al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar:

“Estaba él orando en cierto lugar y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar… Él les dijo cuando oréis, decid: Padre santificado sea tu nombre…”[1]

La tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo, y esta oración la que repetimos en la misa u otros oficios litúrgicos.

Es de esta oración que nos enseñó Jesús de lo que vamos a hablar el día de hoy.

Al Padre Nuestro se le llama también “Oración dominical”, es decir “la oración del Señor”, porque nos la enseñó el mismo Jesús.

Padre Nuestro

Cuando empezamos la oración, comenzamos con la invocación “Padre”, comenzamos con un gran consuelo de antemano, podemos decir Padre. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios. Pero, el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra “padre”, pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los padres. Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué significa la palabra “padre”[2].

La palabra “padre” nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras y sólo empleó aquella que inspira amor y confianza a los que oran y piden alguna cosa; porque, ¿qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura y amor?[3]

Al nosotros decirle “Padre” a Dios, nos estamos reconociendo como hijos de Él y aunque esto sea muchas veces un hecho, nos toca a cada uno de nosotros descubrirlo cada día. ¿Cómo? Esforzándonos por vivir cada día mejor desde que nos levantamos, repitamos muchas veces al día la palabra “Padre”, digámosle en nuestro corazón que le queremos, que le adoramos, que sentimos el orgullo y la fuerza de ser hijos suyo. [4]

Es por eso que el orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales: El deseo y la voluntad de asemejarnos a él.

“Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios 'Padre nuestro', de que debemos comportarnos como hijos de Dios”. (San Cipriano).

Sólo Jesús podía decir con pleno derecho “Padre mío”, porque realmente sólo Él es el Hijo de Dios. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: “Padre nuestro”. Sólo en el “nosotros” de los discípulos podemos llamar “Padre” a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en “hijos de Dios”. Así, la palabra “nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro “yo”.  Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Exige reconocer al otro como persona, reconocerlo como hermano, nos invita a no vivir indiferentes a lo que le pueda ocurrir al hermano, por el contrario nos ayuda a conocerlo y así ir juntos hacia nuestro Padre Dios.

Y el Señor ya nos había dicho que si en el momento de orar nos acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros, debíamos primero hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.[5]

Tenemos derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos, especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que más nos relacionamos, con los más necesitados, familiares, amigos, con todos. Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve.[6]

Con la palabra “nosotros” decimos “sí” a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín.[7]



Que estás en el cielo

“Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”, profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, en Cristo Jesús” (Ef. 2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial” (2 Co 5, 2; cf. Flp 3, 20; Heb. 13, 14):
Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo (Epístola a Diogneto 5, 8-9)”.[8]




[1] Lc. 11, 1 – 4. Véase también: Mt. 6, 9 – 13.
[2] Cf. JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 169 - 170
[3] Cf. FRANCISCO FERNANDEZ C. “Hablar con Dios” Tomo V,  p.140
[4] Cf. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, “Amigos de Dios” n° 150
[5] Cf. Mt. 5, 23.
[6] Cf. 1 Jn 4, 20.
[7] Cf. JOSEPH RATZINGER, “Jesús de Nazaret”, p. 174 - 175
[8] C.E.C. n° 2796

sábado, 8 de junio de 2013

LA CONFESIÓN


Sabemos que el Bautismo nos limpia del pecado original, pero Dios que sabe la condición pecadora del hombre, nos ha dejado un sacramento para que busquemos reconciliarnos con Él cada vez que le ofendamos. Este sacramento es la “Penitencia” o “Confesión”. Este sacramento fue instituido cuando en la tarde de Pascua se mostró a sus Apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn. 20, 22-23)[1]

¿Qué es el pecado?
Es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo[2]. En otras palabras es una ofensa a Dios, el pecado es un “amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios” (San Agustín); el pecado es malo porque hiere la relación del hombre para con Dios.

Existe una gran variedad de pecados; se pueden distinguir según su objeto o mejor dicho según al mandamiento que se opongan. Estos pecados pueden referirse directamente a Dios, al prójimo o a nosotros mismos, también se los puede distinguir en pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión (deseo, gestos, cosas que no hemos hecho).

Pecado venial:

Se comete cuando la materia es leve, no rompe la relación con Dios, pero si la debilita. Quien no lucha contra estos pecados se hace más vulnerable al pecado mortal. Este tipo de pecado se trata de una negligencia, vacilación o tropiezo en el seguimiento de Cristo. (Palabra ociosa, una risa superflua, una broma de mal gusto, etc.)

Pecado mortal:

Implica la separación de Dios, destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último. Este tipo de pecado es necesario confesarlo; (sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc.)

Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: materia grave, cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. (La materia grave es precisada por los diez mandamientos, también requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios; implica también un consentimiento suficiente deliberado para ser una elección personal.)[3]

¿Qué pecados deben confesarse?

La iglesia recomienda confesar todos los pecados, incluyendo los veniales ya que ayuda a formar una recta conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones.[4]

Todo aquel que tenga uso de razón, está obligado a confesarse por lo menos una vez al año y siempre antes de recibir la sagrada Comunión.

El Ministro:

Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.[5]

El confesor está obligado sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión.

Los Efectos:

Son: la reconciliación con Dios, y por tanto el perdón de los pecados, la reconciliación con la Iglesia, la recuperación del estado de gracia, la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales, la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu.

Condiciones o pasos para una buena confesión:

1.- EXAMEN DE CONCIENCIA, para recordar los pecados cometidos después de la última confesión bien hecha. Los pecados mortales deben decirse todos, indicando el tipo de pecado y el número de veces o su frecuencia aproximada.

2.- DOLOR DE CORAZÓN, es el dolor que experimentamos por haber ofendido a Dios, junto a este dolor debe ir el arrepentimiento.

3.- PROPÓSITO DE ENMIENDA, de no volver a cometerlos, de luchar por ser mejor.

4.- CONFESIÓN DE LOS PECADOS, consiste en decir los pecados al confesor, con confianza y sinceridad. Si uno calla algún pecado por temor o vergüenza, además que la confesión no vale, comete un pecado muy grave, que se llama sacrilegio. Este pecado debe confesarse cuanto antes, diciendo también el pecado que calló y los que no se perdonaron por esta confesión mal hecha.

5.- PENITENCIA, consiste en cumplir la penitencia que te ha puesto el sacerdote. Esta debe cumplirse antes de la siguiente confesión, por lo que se recomienda cumplirla cuanto antes.

                                                                                                 LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO 
[1] Cf. CEC nº 1485
[2] Cf. CEC nº 1849
[3] Cf. CEC nº 1856 - 1861
[4] Compendio CEC nº 306
[5] La absolución de algunos pecados particularmente graves (como los castigados con la excomunión) está reservada a la Sede Apostólica o al Obispo del lugar o a los presbíteros autorizados por ellos, aunque todo sacerdote puede absolver de cualquier pecado y excomunión, al que se halla en peligro de muerte.
Cf. CEC nº 1463

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CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

En mí está toda gracia del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza (1), leemos en la Antífona de entrada de la Misa.

Como considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón (2).

El Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación; inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua profecía de Ezequiel -os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo (3)-, revestido de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo, que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón (4); sencillo, libre de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios según la Bienaventuranza del Señor (5); firme en la aceptación de la voluntad de Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón (6), cuando se desató la persecución contra su Hijo (7) o llegó el momento de su Muerte; dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa del Cantar de los Cantares (8), estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.

El Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu Santo (9), en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres (10). Por su Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.

Ella nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no vamos a acudir diariamente a Ella? «"Sancta Maria, Stella maris" -Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú! »-Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento» (11). En él encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.

María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón (12).

El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Angel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Éste les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazaret y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón (13). Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo (14). Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Éste mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis (15).

Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino (16), dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora de los milagros, Ella sabe adelantarla.

María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona (17), Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!

Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no sólo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas -las madres- lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.

Al considerar el esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas (18).

De nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro, humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos» (19), y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos más fuertes.

Recordamos hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o las familias (20). Siempre hemos tenido la intuición de que sólo en su Dulce Corazón estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame..., prepárales un camino seguro (21).

Terminamos nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que, sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a los hermanos en sus necesidades (22).

(1) Antífona de entrada. MISAS DE LA VIRGEN MARIA, I. Misa del Inmaculado Corazón de la Virgen María, n. 28.- (2) Lc 2, 19.- (3) Cfr. Ez 36, 26.- (4) Mt 11, 29.- (5) Cfr. Mt 5, 8.- (6) Cfr. Lc 2, 35.- (7) Cfr. Mt 2, 13.- (8) Cfr. Cant 5, 2.- (9) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 53.- (10) Cfr. SAN AGUSTIN, Tratado sobre la virginidad, 3.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1055.- (12) Antífona de comunión. Lc 2, 19.- (13) Lc 2, 51.- (14) Jn 19, 26.- (15) Mt 25, 40.- (16) Cfr. Jn 2, 3.- (17) MISAL DE SAN PIO V, Oración sobre las ofrendas de la Misa de Santa María Medianera de todas las gracias; cfr. Jer 18, 20.- (18) Mt 12, 35.- (19) JUAN PABLO II, Homilía 31-V-1979.- (20) Cfr. PIO XII, Alocución Benedicite Deum, 31-X-1942; JUAN PABLO II, Homilía en Fátima, 13-V-1982.- (21) Cfr. Himno Ave Maris Stella.- (22) Oración colecta de la Misa.

*Después de la consagración del mundo al dulcísimo y maternal Corazón de la Virgen María en 1942, llegaron numerosas peticiones al Romano Pontífice para que extendiera el culto al Inmaculado Corazón de María, que ya existía en algunos lugares, a toda la Iglesia. Pío XII accedió en 1945, «seguros de encontrar en su amantísimo Corazón... el puerto seguro en medio de las tempestades que por todas partes nos apremian». A través del símbolo del corazón, veneramos en María su amor purísimo y perfecto a Dios y su amor maternal hacia cada hombre. En él encontramos refugio en medio de todas las dificultades y tentaciones de la vida y el camino seguro -iter para tutum- para llegar prontamente a su Hijo.

NOTA: TOMADO DEL "HABLAR CON DIOS" TOMO VI. DE FRANCISCO FERNÁNDEZ C.

viernes, 7 de junio de 2013

CANCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


Los proyectos del corazón del Señor subsisten de edad en edad, para librar las almas de sus fieles de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre (1), leemos en el comienzo de la Misa.

El carácter de la Solemnidad que hoy celebramos es doble: de acción de gracias por las maravillas del amor que Dios nos tiene y de reparación, porque frecuentemente este amor es mal o poco correspondido (2), incluso por quienes tenemos tantos motivos para amar y agradecer. Desde siempre fue fundamento de la piedad cristiana la consideración del amor de Jesús por todos los hombres; por eso, el culto al Sagrado Corazón de Jesús «nace de las fuentes mismas del dogma católico» (3). Este culto recibió un especial impulso por la devoción y piedad de numerosos santos a quienes el Señor mostró los secretos de su Corazón amantísimo, y les movió a difundir la devoción al Sagrado Corazón y a fomentar el espíritu de reparación.

El viernes de la octava de la festividad del Corpus Christi, el Señor pidió a Santa Margarita María de Alacoque que promoviera el amor a la comunión frecuente..., sobre todo los primeros viernes de cada mes, con sentido de reparación, y le prometió hacerle partícipe, todas las noches de este jueves al viernes, de su pena en el Huerto de los Olivos. Un año más tarde, se le apareció Nuestro Señor y, descubriéndole su Corazón Sacratísimo, le dirigió estas palabras, que han alimentado la piedad de muchas almas: Mira este Corazón que ha amado tanto a los hombres y que no ha omitido nada hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor; y en reconocimiento, Yo no recibo de la mayor parte sino ingratitudes por sus irreverencias y sacrilegios y por las frialdades y desprecios que tienen hacia Mí en este sacramento de amor.

Pero lo que me es más sensible todavía es que sean corazones que me están consagrados los que así me traten. Por eso, te pido Yo que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicado a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día y reparando con algún acto de desagravio... En muchos lugares de la Iglesia existe la costumbre privada de reparar los primeros viernes de mes con algún acto eucarístico o el rezo de las letanías del Sagrado Corazón. Además, «el mes de junio está dedicado de modo especial a la veneración del Corazón divino. No sólo un día, la fiesta litúrgica que, de ordinario, cae en junio, sino todos los días» (4).

El Corazón de Jesús es fuente y expresión de su infinito amor por cada hombre, sean cuales sean las condiciones en las que se encuentra. Él nos busca a cada uno: Yo mismo -dice un bellísimo texto mesiánico del Profeta Ezequiel- buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentra las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas; y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad (5). Cada uno es una criatura que el Padre ha confiado al Hijo para que no perezca, aunque se haya marchado lejos.

Jesús, Dios y Hombre verdadero, ama al mundo con «corazón de hombre» (6), un Corazón que sirve de cauce al amor infinito de Dios. Nadie nos ha amado más que Jesús, nadie nos amará más. Me amó -decía San Pablo- y se entregó por mí (7), y cada uno de nosotros puede repetirlo. Su Corazón está lleno de amor del Padre: lleno al modo divino y al mismo tiempo humano.

El Corazón de Jesús amó como ningún otro, experimentó alegría y tristeza, compasión y pena. Los Evangelistas advierten con mucha frecuencia: tenía compasión del pueblo (8), tenía compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor (9). El pequeño éxito de los Apóstoles en su primera salida evangelizadora le hizo sentirse como nosotros cuando recibimos una buena noticia: se llenó de alegría, dice San Lucas (10); y llora, cuando la muerte le arrebata a un amigo (11).

Tampoco nos ocultó sus desilusiones: Jerusalén, que matas a los profetas (...). Cuántas veces he querido reunir a tus hijos... (12). ¡Cuántas veces! Jesús ve la historia del Antiguo Testamento y de la Humanidad toda: una parte del pueblo judío y de los gentiles de todos los tiempos rechazará el amor y la misericordia divina. De alguna manera podemos decir que aquí está llorando Dios con ojos humanos por la pena contenida en su corazón de hombre. Y éste es el significado real de la devoción al Sagrado Corazón: traducir para nosotros la naturaleza divina en términos humanos. A Jesús no le era indiferente -no lo es ahora en nuestro trato diario con Él- el que unos leprosos no volvieran a darle las gracias después de haber sido curados, o las delicadezas y muestras de hospitalidad que se tienen con un invitado, como le dirá a Simón el fariseo. Él experimentó en muchas ocasiones la inmensa alegría de ver que alguno se arrepentía de sus pecados y le seguía, o la generosidad de quienes lo dejaban todo para ir con Él, y se contagiaba del gozo de los ciegos que comenzaban a ver, quizá por vez primera.

Ya antes de celebrar la Ultima Cena, al pensar que se quedaría siempre con nosotros mediante la institución de la Eucaristía, manifestó a sus íntimos: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer (13); emoción que debió de ser mucho más honda cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Esto es mi Cuerpo... (14). ¿Y quién podrá explicar los sentimientos de su Corazón amantísimo cuando en el Calvario nos dio a su Madre como Madre nuestra? Cuando ya había entregado su vida al Padre, uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante brotó sangre y agua (15). Esa herida abierta nos recuerda hoy el amor inmenso que nos tiene Jesús, pues nos dio voluntariamente hasta la última gota de su preciosa Sangre, como si estuviéramos solos en el mundo. ¿Cómo no nos vamos a acercar con confianza a Cristo? ¿Qué miserias pueden impedir nuestro amor, si tenemos el corazón grande para pedir perdón?

Después de la Ascensión al Cielo con su Cuerpo glorificado, no cesa de amarnos, de llamarnos para que vivamos siempre muy cerca de su Corazón amantísimo. «Aun en la gloria del Cielo lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los resplandecientes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva además, en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido» (16).

Nosotros hoy, en esta Solemnidad, adoramos el Corazón Sacratísimo de Jesús «como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico» (17).

El meditar hoy en el amor que Cristo nos tiene, nos impulsará a agradecer mucho tanto don, tanta misericordia inmerecida. Y al contemplar cómo muchos viven de espaldas a Dios, al comprobar que muchas veces no somos del todo fieles, que son muchas las flaquezas personales, iremos a su Corazón amantísimo y allí encontraremos la paz. Muchas veces tendremos que recurrir a su amor misericordioso buscando esa paz, que es fruto del Espíritu Santo: Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem, Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz.

Y al ver a Jesús tan cercano a nuestras inquietudes, a nuestros problemas, a nuestros ideales, le decimos: «¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos, que cuida de los pecadores y de los justos...
»-¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!» (18).

Muy cerca de Jesús encontramos siempre a su Madre. A Ella acudimos al terminar nuestra oración, y le pedimos que haga firme y seguro el camino que nos lleva hasta su Hijo.

 (1) Antífona de entrada. Sal 32, 11; 19.- (2) Cfr. A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, p. 997.- (3) PIO XII, Enc. Haurietis aquas, 15-V-1956, 27.- (4) JUAN PABLO II, Angelus 27-VI-1982.- (5) Primera lectura. Ciclo C. Ez 34, 11-16.- (6) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 22.- (7) Gal 2, 20.- (8) Mc 8, 2.- (9) Mc 6, 34.- (10) Lc 10, 21.- (11) Cfr. Jn 11, 35.- (12) Mt 23, 37.- (13) Lc 22, 15.- (14) Cfr. Lc 22, 19-20.- (15) Jn 19, 34.- (16) PIO XII, loc. cit., 22.- (17) Ibídem, 24.- (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 813.

*Ya existía como devoción particular en la Edad Media; como fiesta litúrgica aparece en 1675, a raíz de las apariciones del Señor a Santa Margarita María de Alacoque. En estas revelaciones conoció la Santa con particular hondura la necesidad de reparar por los pecados personales y de todo el mundo, y de corresponder al amor de Cristo. Le pidió el Señor que se extendiera la práctica de la comunión frecuente, especialmente los primeros viernes de cada mes, con sentido reparador, y que «el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento», fuera dedicada «una fiesta particular para glorificar su Corazón». La fiesta se celebró por vez primera el 21 de junio de 1686. Pío IX la extendió a toda la Iglesia. Pío XI, en 1928, le dio el esplendor que hoy tiene.

Bajo el símbolo del Corazón humano de Jesús se considera ante todo el Amor infinito de Cristo por cada hombre; por eso, el culto al Sagrado Corazón «nace de las fuentes mismas del dogma católico», como el Papa Juan Pablo II ha expuesto en su abundante catequesis sobre este misterio tan consolador.

NOTA: TOMADO DEL LIBRO "HABLAR CON DIOS" TOMO VI. DE FRANCISCO FERNÁNDEZ C.