Es un blog de Luis Alberto Chumacero Orrillo, egresado en la carrera de Enfermería, estudiante de Teología en la "Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima". Esta web está diseñada para todos aquellos que desean conocer cuestiones de Teología, liturgia, catequesis y temas de actualidad, abiertos al pensamiento moderno que no excluye ninguna confesión religiosa.
viernes, 6 de septiembre de 2013
NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Todas las
fiestas de Nuestra Señora la Virgen María son grandes, porque constituyen
ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a
Santa María, y es por eso que justamente el día 8 de setiembre se celebra la
fiesta de la “Natividad de la Virgen María”, de Ella salió el Sol de
justicia, Cristo, nuestro Dios.
Es por
ello que el día de hoy hablaremos de la Virgen María.
Los Evangelistas no nos dan datos
del nacimiento de María, pero hay varias tradiciones, considerando a María descendiente
de David, señalan su nacimiento en Belén. Otra corriente griega y armenia,
señala Nazareth como cuna de María.
La niña María tuvo como padres a san Joaquín
(Yahvé prepara) y santa Ana (del hebreo Hannah, gracia) es el nombre
que la tradición ha señalado para el padre y la madre de la Virgen María, madre
de Dios. Ciertamente, esta tradición parece tener su fundamento último en el
llamado Protoevangelio de Santiago, en el Evangelio de la Natividad de Santa
María y el Pseudomateo o Libro de la Natividad de Santa María la Virgen y de la
infancia del Salvador. Lógicamente estas son tradiciones que se han venido
pasando de manera oral.
No debería olvidarse, sin embargo, que el
carácter apócrifo de tales escritos, es decir, su exclusión del canon y su
falta de autenticidad no conlleva el prescindir totalmente de sus
aportaciones.
El Protoevangelio aporta la siguiente
relación:
“En
Nazaret vivía una pareja rica y piadosa, Joaquín y Ana. No tenían hijos. Cuando
con ocasión de cierto día festivo Joaquín se presentó a ofrecer un
sacrificio en el templo, fue arrojado de él por un tal Rubén, porque los
varones sin descendencia eran indignos de ser admitidos.
Joaquín
entonces, transido de dolor, no regresó a su casa, sino que se dirigió a las
montañas para manifestar su sentimiento a Dios en soledad. También Ana, puesta
ya al tanto de la prolongada ausencia de su marido, dirigió lastimeras súplicas
a Dios para que le levantara la maldición de la esterilidad, prometiendo dedicar
el hijo a su servicio.
Sus
plegarias fueron oídas; un ángel se presentó ante Ana y le dijo: "Ana, el
Señor ha visto tus lágrimas; concebirás y darás a luz, y el fruto de tu seno
será bendecido por todo el mundo". El ángel hizo la misma promesa a Joaquín,
que volvió al lado de su esposa. Ana dio a luz una hija, a la que llamó Miriam”.
Todos los padres piensan cuando nace un hijo
que es incomparable. También debieron de pensarlo San Joaquín y Santa Ana
cuando nació María, y ciertamente no se equivocaban. Todas las generaciones la
llaman bienaventurada... No podían sospechar aquel día, Joaquín y Ana, lo que
había de ser aquel fruto de su limpio amor. Nunca se sabe. ¿Quién puede decir
lo que será una criatura recién nacida? Nunca se sabe. Cada una es un misterio
de Dios que viene al mundo con un específico quehacer del Creador.
En
este sentido la Virgen María había sido escogida para ser la madre de Dios; El evangelista San Lucas revela el nombre de la doncella
que va a ser la Madre de Dios: "Y su nombre era María". El nombre de
María, traducido del hebreo "Miriam", significa Doncella, Señora,
Princesa.
También es importante destacar que en 1683, el Papa Inocencio XI
declaró oficial una fiesta que se realizaba en el centro de España durante
muchos años y que es la del "Dulce nombre de María".
La fiesta de la natividad de la Virgen María nos debe llevar a mirar con hondo respeto la concepción y el nacimiento de todo ser humano, a quien Dios le ha dado el cuerpo a través de los padres y le ha infundido un alma inmortal e irrepetible, creada directamente por Él en el momento de la concepción. «La gran alegría que como fieles experimentamos por el nacimiento de la Madre de Dios (...) comporta a la vez, para todos nosotros, una gran exigencia: debemos sentirnos felices por principio cuando en el seno de una madre se forma un niño y cuando ve la luz del mundo. Incluso cuando el recién nacido exige dificultades, renuncias, limitaciones, deberá ser siempre acogido y sentirse protegido por el amor de sus padres» Todo ser humano concebido está llamado a ser hijo de Dios, a darle gloria y a un destino eterno y feliz.
Dios Padre, al contemplar a María
recién nacida, se alegró con una alegría infinita al ver a una criatura humana
sin el pecado de origen, llena de gracia, purísima, destinada a ser la Madre de
su Hijo para siempre. Aunque Dios concedió a Joaquín y a Ana una alegría muy
particular, como participación de la gracia derramada sobre su Hija.
Ningún acontecimiento acompañó el
nacimiento de María, y nada nos dicen de él los Evangelios. Con frecuencia, lo
importante para Dios pasa oculto a los ojos de los hombres que buscan algo
extraordinario para sobrellevar su existencia. Como hoy en día, vemos una
sociedad distraída de Dios, que vive con sus propias reglas y que incluso
quiere atentar contra la vida de tantos inocentes, sin embargo a pesar de todas
nuestras debilidades Dios y nuestra Madre siempre están con nosotros esperando
que nos acordemos de Ellos. Ese día sólo en el Cielo hubo fiesta, y fiesta
grande.
Poseía Nuestra Señora una viva imaginación que le hizo
tener una vida llena de iniciativas y de sencillo ingenio en el modo de servir
a los demás, de hacerles más llevadera la existencia, a veces penosa por la
enfermedad o por la desgracia... Dios la contemplaba lleno de amor en los
menudos quehaceres de cada día y se gozaba con un inmenso gozo en estas tareas
sin apenas relieve.
Al contemplar su vida normal, nos
enseña a nosotros a obrar de tal modo que sepamos hacer lo de todos los días de
cara a Dios: a servir a los demás sin ruido, sin hacer valer constantemente los
propios derechos o los privilegios que nosotros mismos nos hemos otorgado, a
terminar bien el trabajo que tenemos entre manos... Si imitamos a Nuestra
Madre, aprenderemos a valorar lo pequeño de los días iguales, a darle sentido
sobrenatural a nuestros actos, que quizá nadie ve: limpiar unos muebles,
corregir unos datos en el ordenador, arreglar la cama de un enfermo, buscar las
referencias precisas para explicar la lección que estamos preparando... Estas
pequeñas cosas, hechas con amor, atraen la misericordia divina y aumentan de
continuo la gracia santificante en el alma. María es el ejemplo acabado de esta
entrega diaria, que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda al Señor.
CHUMACERO ORRILLO, Luis Alberto
viernes, 21 de junio de 2013
PADRE NUESTRO: LAS SIETE PETICIONES (II PARTE)
Después
de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y
bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete
peticiones. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia Él, para su
Gloria, pues lo propio del amor es pensar primero en Aquel que amamos. Estas
tres suplicas son básicamente lo que, en particular, debemos pedirle. Las cuatro últimas, como
caminos hacia Él, presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y
nuestras esperanzas.[1]
1.
Santificado sea tu nombre
Santificar
el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo.
En efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y ha querido que su
pueblo le fuese consagrado como una nación santa en la que Él habita.
Santificar
el nombre de Dios, que “nos llama a la santidad” (1Tes. 4, 7), es desear que la
consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Asimismo, es pedir que, con
nuestra vida y nuestra oración, el Nombre de Dios sea conocido y bendecido por
todos los hombres.[2]
2.
Venga a nosotros tu reino
Con esta
petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no está,
nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el
mundo. En este sentido, el Señor nos dice:
“Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará
por añadidura”[3]
Con estas
palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para
nuestra actitud en la vida diaria.
En modo
alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos devotos y de algún
modo deseosos del Reino de Dios. Jesús establece una prioridad determinante
para todo: “Reino de Dios” quiere decir “soberanía de Dios”, y eso significa
asumir su voluntad como criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica
que reconocemos a Dios su derecho y en él encontramos el criterio para medir el
derecho entre los hombres. Buscar por tanto edificar este reino en cada cosa
que nosotros realicemos, pedir que no hacer nuestro capricho sino hacer lo que
Dios desea.
Es por
eso que decimos “venga tu reino” (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere llevar
precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro
obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine
y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es
su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre.[4]
3 Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
La
voluntad del Padre es que “todos se salven” (1Tim. 2, 4). Y justamente para
esto ha venido Jesús, para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del
Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo,
para que no seamos egoístas y hagamos nuestros caprichos, para que dejemos de
lado nuestro orgullo y seamos más humildes; pidamos queridos hermanos hacer la
voluntad de Dios.
Pero,
¿cómo sabemos cuándo hacemos la voluntad de Dios?
“Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la
voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Viviendo
de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios, entrando progresivamente
en sintonía con esta voluntad.”[5]
Podemos
“distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rom. 12, 2), mediante la dirección
espiritual, mediante los consejos de un sacerdote, sobre todo por la oración y
así también mediante esta oración podremos obtener constancia para cumplirla.
Ya que fácil es decir Señor deseo hacer tu voluntad, pero no pongo los medios
para llevarla a cabo.
4. Danos hoy nuestro pan de cada día
Al pedir
a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario
a cada cual para su subsistencia, reconocemos hasta qué punto Dios Padre es
bueno. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y
la solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de
los otros. Es decir nos invita a no ser egoístas con nuestros bienes, a saber
compartir con el hermano que menos tiene. Sin embargo, “no sólo de pan vive el
hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4); esta petición
se refiere también al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo,
recibido en la Eucaristía; Eucaristía que anticipa el banquete del Reino
venidero, el reino celestial.[6]
“Hoy existen dos interpretaciones principales. Una sostiene que la
palabra significa “[el pan] necesario para la existencia”, con lo que la
petición diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra
interpretación defiende que la traducción correcta sería “[el pan] futuro”, el
del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no parece
tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La referencia al
futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente futuro: el
verdadero maná de Dios. Entonces sería una petición escatológica, la petición
de una anticipación del mundo que va a venir, es decir, que el Señor nos dé
“hoy” el pan futuro, el pan del mundo nuevo, El mismo. Entonces la petición
tendría un sentido escatológico. Algunas traducciones antiguas apuntan en esta
dirección, como la Vulgata de san Jerónimo, por ejemplo, que traduce la
misteriosa palabra con supersubstantialis, interpretándola en el sentido de la
“sustancia” nueva, superior, que el Señor nos da en el santísimo Sacramento
como verdadero pan de nuestra vida.
De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la
cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía; en este
sentido, la oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como si
fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. El milagro del maná,
a la luz del gran sermón de Jesús sobre el pan, remitía a los cristianos casi
automáticamente más allá, al nuevo mundo en el que el Logos —la palabra eterna
de Dios— será nuestro pan, el alimento del banquete de bodas eterno.”[7]
5.
Perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden
La quinta
petición del Padrenuestro presupone un mundo en el que existen ofensas: ofensas
entre los hombres, ofensas a Dios. Toda ofensa entre los hombres encierra de
algún modo una vulneración de la verdad y del amor y así se opone a Dios, que
es la Verdad y el Amor. La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena
de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez
más difícil superar. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se
puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza.
Dios es
un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede
penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona.
La
petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, representa un
desafío nuevo cada día. Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado el
precio de descender a las miserias de la existencia humana y a la muerte en la
cruz, nos recuerda a Cristo que murió por salvarnos del pecado, por
reconciliarnos con Dios Padre. Por eso nos invita ante todo al agradecimiento,
y después también a enmendar con Él el mal mediante el amor, a consumirlo
sufriendo. Y al reconocer cada día que para ello no bastan nuestras fuerzas,
que frecuentemente volvemos a ser culpables, entonces esta petición nos brinda
el gran consuelo de que nuestra oración es asumida en la fuerza de su amor y,
con él, por él y en él, puede convertirse a pesar de todo en fuerza de salvación.[8]
6.
No nos dejes caer en la tentación
Pedimos a
Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al
Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer
en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte.
“Satanás quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de
todo, acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da
a Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien
definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga.”[9]
“En esta sexta
petición del Padrenuestro decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi
ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de
Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo
limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites
que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca
con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí”. Le
pedimos que por favor no le deje al mal actuar sobre nosotros, ya que sólo Él
puede permitírselo. ”[10]
7.
Y líbranos del mal
El mal
designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es “el seductor del
mundo entero” (Ap. 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue alcanzada por
Cristo; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana sea liberada de
Satanás y de sus obras. Pedimos también el don de la paz y la gracia de la
espera perseverante en el retorno de Cristo, que nos librará definitivamente
del maligno. Pidamos que seamos liberados de los pecados, que reconozcamos
“el Mal” como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios
vivo.
Amén
“Después,
terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que
significa: “Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos enseñó”.[11]
Con este Amén estamos diciendo a Dios Padre que aceptamos y creemos todo lo
dicho anteriormente y que de corazón esperamos que se cumpla.
LUIS
ALBERTO CHUMACERO ORRILLO
EL PADRE NUESTRO ( I PARTE)
“La
oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo,
un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde
dentro de la alegría” (Santa Teresa del Niño Jesús)
“La
oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes
convenientes” nos dirá San Juan Damasceno, y esta definición también la
recogerá el catecismo cuando habla sobre la oración.
Los
discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo
tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día, al terminar
el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez:
Señor, enséñanos a orar:
“Estaba él orando en cierto lugar y cuando terminó, le dijo uno de sus
discípulos: Señor, enséñanos a orar… Él les dijo cuando oréis, decid: Padre
santificado sea tu nombre…”[1]
La
tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo, y
esta oración la que repetimos en la misa u otros oficios litúrgicos.
Es de
esta oración que nos enseñó Jesús de lo que vamos a hablar el día de hoy.
Al Padre Nuestro se le llama también “Oración dominical”, es decir “la oración del Señor”, porque nos la
enseñó el mismo Jesús.
Padre Nuestro
Cuando
empezamos la oración, comenzamos con la invocación “Padre”, comenzamos con un gran consuelo de antemano, podemos decir
Padre. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado
al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios. Pero, el
hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra “padre”,
pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida
por las deficiencias de los padres. Por eso, a partir de Jesús, lo primero que
tenemos que aprender es qué significa la palabra “padre”[2].
La
palabra “padre” nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos
debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras y sólo empleó
aquella que inspira amor y confianza a los que oran y piden alguna cosa;
porque, ¿qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura
y amor?[3]
Al
nosotros decirle “Padre” a Dios, nos estamos reconociendo como hijos de Él y
aunque esto sea muchas veces un hecho, nos toca a cada uno de nosotros
descubrirlo cada día. ¿Cómo? Esforzándonos por vivir cada día mejor desde que
nos levantamos, repitamos muchas veces al día la palabra “Padre”, digámosle en
nuestro corazón que le queremos, que le adoramos, que sentimos el orgullo y la
fuerza de ser hijos suyo. [4]
Es por
eso que el orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones
fundamentales: El deseo y la voluntad de
asemejarnos a él.
“Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios 'Padre nuestro', de que
debemos comportarnos como hijos de Dios”. (San Cipriano).
Sólo
Jesús podía decir con pleno derecho “Padre mío”, porque realmente sólo Él es el
Hijo de Dios. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: “Padre nuestro”.
Sólo en el “nosotros” de los discípulos podemos llamar “Padre” a Dios, pues
sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en “hijos
de Dios”. Así, la palabra “nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del
recinto cerrado de nuestro “yo”. Nos
exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo
meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros,
abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Exige reconocer al otro como
persona, reconocerlo como hermano, nos invita a no vivir indiferentes a lo que
le pueda ocurrir al hermano, por el contrario nos ayuda a conocerlo y así ir
juntos hacia nuestro Padre Dios.
Y el
Señor ya nos había dicho que si en el momento de orar nos acordáramos de que
uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros, debíamos primero
hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.[5]
Tenemos
derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos,
especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que
más nos relacionamos, con los más necesitados, familiares, amigos, con todos.
Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San
Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que
ame a Dios, a quien no ve.[6]
Con la
palabra “nosotros” decimos “sí” a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso
reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y
al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo
nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los
vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El
Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín.[7]
Que estás en el cielo
“Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”,
profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, en Cristo Jesús” (Ef.
2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en
este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación
celestial” (2 Co 5, 2; cf. Flp 3, 20; Heb. 13, 14):
Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su
vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo (Epístola a Diogneto 5, 8-9)”.[8]
sábado, 8 de junio de 2013
LA CONFESIÓN
Sabemos que el Bautismo nos limpia del pecado original, pero Dios que sabe la condición pecadora del hombre, nos ha dejado un sacramento para que busquemos reconciliarnos con Él cada vez que le ofendamos. Este sacramento es la “Penitencia” o “Confesión”. Este sacramento fue instituido cuando en la tarde de Pascua se mostró a sus Apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn. 20, 22-23)[1]
¿Qué es el pecado?
Es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo[2]. En otras palabras es una ofensa a Dios, el pecado es un “amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios” (San Agustín); el pecado es malo porque hiere la relación del hombre para con Dios.
Existe una gran variedad de pecados; se pueden distinguir según su objeto o mejor dicho según al mandamiento que se opongan. Estos pecados pueden referirse directamente a Dios, al prójimo o a nosotros mismos, también se los puede distinguir en pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión (deseo, gestos, cosas que no hemos hecho).
Pecado venial:
Se comete cuando la materia es leve, no rompe la relación con Dios, pero si la debilita. Quien no lucha contra estos pecados se hace más vulnerable al pecado mortal. Este tipo de pecado se trata de una negligencia, vacilación o tropiezo en el seguimiento de Cristo. (Palabra ociosa, una risa superflua, una broma de mal gusto, etc.)
Pecado mortal:
Implica la separación de Dios, destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último. Este tipo de pecado es necesario confesarlo; (sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc.)
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: materia grave, cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. (La materia grave es precisada por los diez mandamientos, también requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios; implica también un consentimiento suficiente deliberado para ser una elección personal.)[3]
¿Qué pecados deben confesarse?
La iglesia recomienda confesar todos los pecados, incluyendo los veniales ya que ayuda a formar una recta conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones.[4]
Todo aquel que tenga uso de razón, está obligado a confesarse por lo menos una vez al año y siempre antes de recibir la sagrada Comunión.
El Ministro:
Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.[5]
El confesor está obligado sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión.
Los Efectos:
Son: la reconciliación con Dios, y por tanto el perdón de los pecados, la reconciliación con la Iglesia, la recuperación del estado de gracia, la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales, la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu.
Condiciones o pasos para una buena confesión:
1.- EXAMEN DE CONCIENCIA, para recordar los pecados cometidos después de la última confesión bien hecha. Los pecados mortales deben decirse todos, indicando el tipo de pecado y el número de veces o su frecuencia aproximada.
2.- DOLOR DE CORAZÓN, es el dolor que experimentamos por haber ofendido a Dios, junto a este dolor debe ir el arrepentimiento.
3.- PROPÓSITO DE ENMIENDA, de no volver a cometerlos, de luchar por ser mejor.
4.- CONFESIÓN DE LOS PECADOS, consiste en decir los pecados al confesor, con confianza y sinceridad. Si uno calla algún pecado por temor o vergüenza, además que la confesión no vale, comete un pecado muy grave, que se llama sacrilegio. Este pecado debe confesarse cuanto antes, diciendo también el pecado que calló y los que no se perdonaron por esta confesión mal hecha.
5.- PENITENCIA, consiste en cumplir la penitencia que te ha puesto el sacerdote. Esta debe cumplirse antes de la siguiente confesión, por lo que se recomienda cumplirla cuanto antes.
LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO
[1] Cf. CEC nº 1485
[2] Cf. CEC nº 1849
[3] Cf. CEC nº 1856 - 1861
[4] Compendio CEC nº 306
[5] La absolución de algunos pecados particularmente graves (como los castigados con la excomunión) está reservada a la Sede Apostólica o al Obispo del lugar o a los presbíteros autorizados por ellos, aunque todo sacerdote puede absolver de cualquier pecado y excomunión, al que se halla en peligro de muerte.
Cf. CEC nº 1463
CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA
En mí está toda gracia del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza (1), leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Como considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón (2).
El Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación; inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua profecía de Ezequiel -os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo (3)-, revestido de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo, que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón (4); sencillo, libre de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios según la Bienaventuranza del Señor (5); firme en la aceptación de la voluntad de Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón (6), cuando se desató la persecución contra su Hijo (7) o llegó el momento de su Muerte; dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa del Cantar de los Cantares (8), estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.
El Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu Santo (9), en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres (10). Por su Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.
Ella nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no vamos a acudir diariamente a Ella? «"Sancta Maria, Stella maris" -Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú! »-Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento» (11). En él encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.
María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón (12).
El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Angel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Éste les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazaret y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón (13). Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo (14). Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Éste mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis (15).
Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino (16), dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora de los milagros, Ella sabe adelantarla.
María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona (17), Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!
Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no sólo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas -las madres- lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.
Al considerar el esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas (18).
De nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro, humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos» (19), y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos más fuertes.
Recordamos hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o las familias (20). Siempre hemos tenido la intuición de que sólo en su Dulce Corazón estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame..., prepárales un camino seguro (21).
Terminamos nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que, sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a los hermanos en sus necesidades (22).
(1) Antífona de entrada. MISAS DE LA VIRGEN MARIA, I. Misa del Inmaculado Corazón de la Virgen María, n. 28.- (2) Lc 2, 19.- (3) Cfr. Ez 36, 26.- (4) Mt 11, 29.- (5) Cfr. Mt 5, 8.- (6) Cfr. Lc 2, 35.- (7) Cfr. Mt 2, 13.- (8) Cfr. Cant 5, 2.- (9) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 53.- (10) Cfr. SAN AGUSTIN, Tratado sobre la virginidad, 3.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1055.- (12) Antífona de comunión. Lc 2, 19.- (13) Lc 2, 51.- (14) Jn 19, 26.- (15) Mt 25, 40.- (16) Cfr. Jn 2, 3.- (17) MISAL DE SAN PIO V, Oración sobre las ofrendas de la Misa de Santa María Medianera de todas las gracias; cfr. Jer 18, 20.- (18) Mt 12, 35.- (19) JUAN PABLO II, Homilía 31-V-1979.- (20) Cfr. PIO XII, Alocución Benedicite Deum, 31-X-1942; JUAN PABLO II, Homilía en Fátima, 13-V-1982.- (21) Cfr. Himno Ave Maris Stella.- (22) Oración colecta de la Misa.
*Después de la consagración del mundo al dulcísimo y maternal Corazón de la Virgen María en 1942, llegaron numerosas peticiones al Romano Pontífice para que extendiera el culto al Inmaculado Corazón de María, que ya existía en algunos lugares, a toda la Iglesia. Pío XII accedió en 1945, «seguros de encontrar en su amantísimo Corazón... el puerto seguro en medio de las tempestades que por todas partes nos apremian». A través del símbolo del corazón, veneramos en María su amor purísimo y perfecto a Dios y su amor maternal hacia cada hombre. En él encontramos refugio en medio de todas las dificultades y tentaciones de la vida y el camino seguro -iter para tutum- para llegar prontamente a su Hijo.
NOTA: TOMADO DEL "HABLAR CON DIOS" TOMO VI. DE FRANCISCO FERNÁNDEZ C.
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