lunes, 24 de noviembre de 2014

XX SÍNODO ARQUIDIOCESANO LIMENSE


¿Qué es un sínodo?

La palabra sínodo significa “caminar juntos” o “camino en común”. El Código de Derecho Canónico (CIC) en el canon 460 define el sínodo de la siguiente manera: “El sínodo diocesano es una asamblea de sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana (…)[1]”.

El sínodo diocesano, impulsado por el Concilio Vaticano II, se constituye como un importante órgano de ayuda al Obispo en su ministerio de gobierno.

El Sínodo diocesano es una asamblea de sacerdotes y otros fieles de una diócesis, que prestan su ayuda al Obispo para el bien de la comunidad diocesana.

Además, la Santa Sede, mediante la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los pueblos, ha promulgado el 19 de marzo de 1997, la Instrucción sobre los sínodos diocesanos. En donde nos indica en la n° 1 de dicha instrucción que “es a la vez y de modo inseparable acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia[2]”. Por lo tanto, se puede afirmar que el Sínodo diocesano se constituye como órgano de gobierno del Obispo de la diócesis, coherentemente con la finalidad proclamada en el canon 460 del Derecho Canónico, de ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis[3].

¿Quién convoca a un sínodo?

“Sólo puede convocar el sínodo el Obispo diocesano (…). El Obispo diocesano preside el sínodo, aunque puede delegar esta función, para cada una de las sesiones, en el Vicario general o en un Vicario episcopal”.[4]

El obispo diocesano, en este caso el Cardenal Juan Luis Cipriani, es quien convoca a un Sínodo. De esta forma, todos: obispo, sacerdotes, religiosos, miembros de movimientos y todos los fieles laicos pueden participar de las consultas sinodales.

¿Para qué se convoca?

Veintidós años han pasado desde el último Sínodo Limense[5] y la realidad de nuestra Iglesia local ha cambiado mucho. En la actualidad de la Arquidiócesis de Lima se han desprendido tres nuevas diócesis: Chosica, Carabayllo y Lurín. Se han creado nuevas parroquias, nuestra población ha aumentado considerablemente comparada a hace veinte años.[6]

“Por tanto el XX Sínodo Arquidiocesano Limense tiene como finalidad que todos seamos fieles y auténticos discípulos misioneros de Cristo para dar testimonio de la verdad. Esto nos permite formular el objetivo principal del Sínodo: Conocer bien la doctrina cristiana a través de una formación sólida, viva y atrayente para ser un buen discípulo de Cristo; y de esta forma testimoniar con nuestra vida la belleza de la vida cristiana, es decir, ser misioneros de Cristo en nuestra propia situación personal y comunitaria. Así, queremos con este Sínodo salir al encuentro de nuestros fieles, para que -a través de nuevos modos y expresiones pastorales - vivan con un renovado ardor su compromiso cristiano y puedan afrontar la realidad y los problemas de la vida cotidiana con los ojos de la fe”.[7]

Por tanto, el Sínodo convocado por nuestro Pastor el Cardenal Juan Luis Cipriani es para ayudarlo en su labor pastoral. Como fruto de este XX Sínodo Limense se podrá mejorar el anuncio de Jesucristo, la celebración de los sacramentos, la caridad social con los más necesitados acercando más la Iglesia a todos, siempre en fidelidad al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia.

No se ha de descuidar la preparación espiritual ya desde las primeras fases del Sínodo, especialmente mediante la petición de oraciones, en particular a las comunidades de vida contemplativa, de modo que el Sínodo diocesano se convierta en un momento de gracia para la vida de todos los participantes. También se requiere de nuestra ayuda espiritual para que dicho sínodo tenga frutos que ayuden a todas las personas a vivir mejor su fe.

Miembros del Sínodo diocesano[8]

c. 463. § 1. Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales y tienen el deber de participar en él:

1º. El Obispo coadjutor y los Obispos auxiliares;

2º. Los Vicarios generales y los vicarios episcopales, así como también el Vicario judicial;

3º. Los canónigos de la iglesia catedral;

4º. Los miembros del consejo presbiteral;

5º. fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida consagrada, a elección del consejo pastoral, en la forma y número que determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo que determine el Obispo;

6º. El rector del seminario mayor diocesano;

7º. Los arciprestes[9];

8º. Al menos un presbítero de cada arciprestazgo[10], elegido por todos los que tienen en él cura de almas; asimismo se ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento;

9º. Algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el número y de la manera que determine el Obispo diocesano.

§2. El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos.

§3. Si lo juzga oportuno, el Obispo diocesano puede invitar al sínodo, como observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia católica.

Desarrollo del Sínodo y decisiones

El Sínodo propiamente consiste en las sesiones sinodales. En la Instrucción sobre los Sínodos diocesanos ofrece normas particulares sobre el desarrollo del Sínodo.

Se pide que la celebración misma del sínodo arraigue en la oración, dando normas particulares para la ceremonia litúrgica de apertura y de clausura, se indica que los sinodales han de emitir la profesión de fe y se recuerda que “el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones -planteadas quizá con la pretensión de transmitir a la Santa Sede «votos» al respecto- que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinarias reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”.[11]

Los miembros sinodales han de tener la posibilidad de expresar libremente sus opiniones sobre los temas propuestos a la discusión, si bien dentro de los límites temporales que marque el Reglamento.
En cuanto a las votaciones que se realicen, no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas, y así debe ser explicado. El Obispo queda libre para determinar el curso que deba darse al resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer comúnmente compartido por los sinodales, a menos que obste una causa grave, que a él corresponde evaluar coram Domino (en presencia del Señor).

Corresponde, por lo tanto, al Obispo redactar los documentos conclusivos, y los suscribe y ordena su publicación. Estos textos pueden ser verdaderos actos normativos, llamados constituciones o documentos programáticos o doctrinales. Los documentos de contenido jurídico deben ser, naturalmente, de aquellas materias para las que el Obispo diocesano tiene competencias legislativas. Por eso, junto a la citada Instrucción sobre los Sínodos, la Santa Sede ha promulgado un “Apéndice a la Instrucción sobre sínodos diocesanos”, que enumera las competencias legislativas de los Obispos diocesanos.

Finalmente el documento es enviado a la Santa Sede de manera particular a la Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, para su respectiva aprobación.

¿Qué temas se estudiarán?

En el XX Sínodo Arquidiocesano Limense se abordarán cuatro temas principales:

a) Matrimonio, familia y Vida: Comprende la preparación del matrimonio, la formación de la familia y aspectos relacionados con la defensa de la vida humana y la transmisión de la fe.

b) Sacerdotes y religiosos: La preparación y formación permanente de los sacerdotes y religiosos (as) para que puedan responder a los desafíos y exigencias del mundo de hoy.

c) Participación de los laicos: Llamados a vivir la santidad en el mundo, en todos los ámbitos de la vida pública.

d) La Acción Social: La caridad social y las obras de misericordia en favor del más necesitado.

¿Cómo puedo participar?

De diversas formas puedes participar del XX Sínodo Arquidiocesano Limense:

1. Vive

-          Ora diariamente por los frutos del Sínodo.
-          Ofrece el Sacrificio de la Misa por el Sínodo.
-          Reza la Oración por el Sínodo diariamente en familia.
-     Pídele a María que interceda por los frutos del Sínodo en el rezo del Santo Rosario y del Angelus.
-          Lee el Documento de Trabajo del Sínodo que puedes encontrar en la página web.

2. Comparte

-        Busca a tu párroco y comparte con él tus comentarios y propuestas para cada uno de los temas.
-   Visita con frecuencia la web que contiene noticias sobre el XX Sínodo Arquidiocesano Limense.
-          Comparte con tus amigos y familiares las noticias del Sínodo a través de las redes sociales.
-         Puedes proponer a tu párroco para que te inscriba en los grupos de reflexión, participando de las reuniones de manera activa y responsable.

Bibliografía:

1.      Instrucción para los Sínodos Diocesanos.
2.      Código de Derecho Canónico.
3.      Documento de Trabajo del XX Sínodo Arquidiocesano Limense.

Web:

1.      Arzobispado de Lima:

2.      Santa Sede:



                                                     LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO





[1] CIC cc. 460 - 468
[2] Instrucción para los sínodos diocesanos n° 1
[3] Cf. CIC c. 460
[4] CIC c. 462 § 1 – 2
[5] El último Sínodo fue convocado en 1993 por el Arzobispo Cardenal Augusto Vargas Alzamora.
[6] Cf. Documento de Trabajo del XX Sínodo Arquidiocesano Limense.
[7] Documento de Trabajo del XX Sínodo Arquidiocesano Limense pp. 8 – 9.
[8] CIC c. 463. § 1, 2 y 3.
[9]ARCIPRESTE (DECANO, VICARIO FORANEO). Sacerdote puesto al frente de un arciprestazgo. Es nombrado por el Obispo diocesano, una vez oídos, los sacerdotes que ejercen el ministerio en el arciprestazgo del que se trata (c. 553).
[10] ARCIPRESTAZGO (DECANATO, VICARIA FORANEA). Agrupación de parroquias cercanas en grupos peculiares, para facilitar la cura pastoral mediante una actividad común (c. 374 § 2).
[11] Instrucción para los sínodos diocesanos, apartado IV, 4). 


viernes, 14 de noviembre de 2014

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA




La dignidad humana es un término que ha sido tan utilizado como manipulado a lo largo de la historia. Se ha hablado de dignidad al declarar una guerra, al justificar una masacre y al condenar con pena de muerte entre otras cosas. Un argumento muy común de los que están a favor de la eutanasia es el apelar a una “muerte digna”, pero ¿ellos entenderán el significado de dignidad?  En esta parte veremos la concepción actual de dignidad, expondré que es lo que estos señores que están a favor del asesinato entienden por dignidad, y el por qué apelan a esta palabra para justificar la eutanasia. Luego comentaré el significado de dignidad de la persona según nos habla Tomás Melendo, “en una primera instancia, lo más que podría afirmarse de la dignidad es que constituye una sublime modalidad de “lo bueno”: la excelencia de aquello que está dotado de una categoría superior.”[1] En este capítulo lo que se quiere dejar en claro es que no funciona como convincente el apelar a una “muerte digna”.

1.  Concepción actual de dignidad

En nuestra realidad actual se menciona mucho este término (dignidad), en la mayoría de los casos se emplea este término en torno a las cuestiones de la eutanasia[2]. En algunos casos se vislumbra mejor su real significado que en otros. Dignidad humana es ser todos capaces de distinguir el bien del mal, de llevar la responsabilidad de nuestra propia vida; es mantener la esperanza de un futuro mejor, actuando desde el presente para que se logre, si pensamos en dignidad humana de esta manera, tan alentadora como comprometida, podemos decir que si vale la pena defenderla, vivir con ella siempre, hacerla un pilar de vida, volverla un medio para ser más humanos cada día, pero  “¿qué es lo que hace que a un determinado tipo de bondad, en razón de su particular eminencia, le corresponda el apelativo de “dignidad?” Muchos diccionarios hablan de una acepción relativa del vocablo “digno”-lo adecuado, lo conveniente a una determinada realidad o actitud-, junto a otro no- referencial o autárquico: absoluta. Y añaden que, cuando se utiliza la palabra “digno” de esta segunda “manera, se toma siempre en buena parte y en contraposición de indigno”. En sentido absoluto, el vocablo digno apela a una perfección, a una bondad, a algo que, en cualquier caso, hay que calificar como positivo.”[3]

En la actualidad se presentan muchas opiniones diferentes acerca de lo que es “dignidad”, unos utilizan la palabra “dignidad” de manera de reconocimiento, como por ejemplo cuando se dice: “Las dignidades no han llegado”, lo que se quiere decir con esta frase es “Las autoridades no han llegado”. Siendo constituidas las personas como autoridades se les reconoces como superiores.

Las personas no son personas porque alguien las reconozca, sino por su propia estructura. Otros al ver la estructura las reconoce como tales; esta dignidad de reconocimiento de alguien no constituye a la persona, sino que es un derivado de ella.

Otros afirman que la vida humana es un bien precioso, dotado de una dignidad excelente, que se reparte en medida desigual entre los seres humanos, y que, en cada individuo, sufre fluctuaciones con el transcurso del tiempo, hasta el punto de que puede extinguirse y desaparecer: la dignidad consiste en calidad de vida, en fundada aspiración a la excelencia. Cuando la calidad decae por debajo de un nivel crítico, la vida pierde su dignidad y deja de ser un bien altamente estimable. Sin dignidad, la vida del hombre deja de ser verdaderamente humana y se hace dispensable: esa vida ya no es vida. Entonces, anticipar la muerte es la solución apetecible cuando la vida pierde su dignidad[4].
Sin embargo otros pensamos que la dignidad es intangible[5] de toda vida humana, incluso en el trance del morir: todas las vidas humanas, en toda su duración, desde la concepción a la muerte natural, están dotadas de una dignidad intrínseca (que está en el ser humano), objetiva, poseída por igual por todos: esa dignidad rodea de un aura de nobleza y sacralidad inamisibles todos los momentos de la vida del hombre[6].

1.1.  Dignidad del morir en el contexto pro-eutanasia

No es fácil encontrar en las publicaciones de los que están a favor de la eutanasia una doctrina articulada y coherente sobre la dignidad del morir, la búsqueda en los folletos de estos señores e incluso en sus páginas de internet muchas veces resulta inútil.

El uso, por parte de los promotores de la eutanasia, de la expresión morir con dignidad tiene un propósito más oportunista y retórico que sustantivo. Aunque el morir y la muerte constituyen para muchos hombres de hoy un tabú innombrable, en la dinámica de los movimientos pro-eutanasia pierden su significado negativo y, cuando se combinan con la palabra dignidad, se transmutan en otro nuevo y aceptable. Y así resulta que muchas de las asociaciones que propugnan la despenalización de la eutanasia y de la ayuda médica al suicidio se han autodenominado con términos que combinan muerte y dignidad: “La muerte digna”.

El proyecto ideológico que subyace a la mentalidad de la muerte con dignidad o del derecho a una muerte digna consiste en la aceptación de que la dignidad humana es minada, o incluso vilmente destruida, por el sufrimiento, la debilidad, la dependencia de otros y la enfermedad terminal. Se hace, por tanto, necesario rescatar el proceso de morir de esas situaciones degradantes mediante el recurso a la eutanasia o al suicidio ayudado por el médico.

Una vida en determinadas condiciones es indigna, la imagen que proyecto ante los seres cercanos o más aún en los otros, puede ser considerada como humillante e indigna”[7].
Y ya que hay que morir, todos, en principio y por instinto, queremos hacerlo con dignidad y decorosamente, conservando la nobleza propia del hombre. Sobre este fondo, la mentalidad pro-eutanasia construye su noción de morir con dignidad asignando al sufrimiento moral, al dolor físico, a la incapacidad, a la dependencia de otros, a la enfermedad terminal, un valor negativo, destructor de la dignidad humana. La muerte digna es la única solución para poner término a la permanente indignidad de vivir esas vidas sobrecargadas de valores negativos, carentes de valor vital. Entonces, según ellos lo digno sería librarse a como dé lugar de todo lo negativo en la muerte.

El derecho a morir con dignidad se invoca como un derecho que garantiza la posibilidad de vivir y morir con la inherente dignidad de una persona humana, y como recurso que libera de la agonía, de la posibilidad de vivir en un estado de miseria emocional o psicológica. El decaimiento biológico, el no valerse por uno mismo y depender de otros para las acciones y funciones más comunes, son considerados, en la mentalidad de la muerte con dignidad, como razón suficiente para reclamar el derecho a morir, a fin de impedir que la dignidad humana sea socavada y arruinada por la invalidez extrema, la dependencia y el sufrimiento.

A raíz de esto surge una pregunta: ¿se pierde realmente la dignidad humana cuando uno está muy enfermo, muy debilitado, o si no puede seguir viviendo si no es con la ayuda de otros? En el fondo, la noción de dignidad propia de la mentalidad eutanásica es totalmente ajena al concepto de dignidad de la mentalidad pro-vida. Este tiene una base ontológica: la dignidad es intrínseca, universal, inalienable, inmune a las influencias de fortuna o de gracia, refractaria al proceso de morir. Aquella, aunque importante, es accidental. La dignidad social es una variable dependiente de numerosas circunstancias: el paso del tiempo, la posesión de dinero, influencia, prestancia física, clase o títulos; se tiene, pero puede disminuir por debajo de un valor crítico hasta llegar a perderse. Es especialmente sensible a influencias sociales y estéticas.

La vida humana en su dimensión corporal participa de la dignidad de la persona, pero no se identifica con esta dignidad. La persona es cuerpo, pero es también más que cuerpo. Forman parte, por ello, de la dignidad de la persona otros valores más altos que el de su vida física, y por los que el hombre puede entregar su vida, gastarla y acortarla mientras no atente directamente contra ella. La vida humana, siendo un valor fundamental de la persona, no es el valor absoluto y supremo[8].

Los partidarios de la eutanasia justifican esto diciendo que todos tenemos derecho a tener una vida digna, y esto incluye también una muerte digna, cuando se ayuda a morir, no se está matando, se está aportando dignidad, aliviando el dolor y el sufrimiento. Es la enfermedad la que mata.

Los pro-eutanasia justifican su acto criminal con muchos ejemplos que se presentan en hospitales u otros[9], para tratar de conmover a la gente y así confundir con sus terminologías engañosas para que se aprueben estos actos criminales, dicen que la eutanasia y el suicidio asistido representan el más elevado compromiso ético y ponen como ejemplo las leyes de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, que no penalizan estos casos, y la de Suiza, que la permite, existiendo una clínica especializada en el país.

Una muerte digna encuentra respuesta, no en la legalización de la eutanasia, sino en el desarrollo y difusión de cuidados paliativos, tratando de eliminar el sufrimiento y no al ser humano que sufre.

1.2.  Dignidad del morir en el contexto pro-vida

En la tradición ética del respeto a la vida, la dignidad humana es invariable: no se disminuye a causa de la enfermedad, el sufrimiento, la malformación o la demencia. La tradición bíblico-cristiana proclama el respeto a la vida, afirma que la dignidad humana es compartida por igual por todos los hombres y asegura que esa dignidad no sucumbe al paso de los años ni se degrada por la enfermedad ni en el proceso de morir.

La medicina antigua fue ciega a la dignidad del morir. La debilidad extrema, irreversible, no parecía entonces digna de atención. La sentencia del médico ante el desahuciado “ya nada hay que hacer” se seguía en la antigüedad al pie de la letra. El médico abandonaba al incurable. En la tradición hipocrática, el médico se abstenía de proporcionar un veneno a su paciente para que este pusiera fin a su vida. Eso era todo: el médico no tenía medicinas, ni heroicas ni eutanásicas, con que socorrerle. La inutilidad terapéutica obligaba a respetar el curso natural de la enfermedad intratable.

La dignidad humana nunca fue, en la antigüedad pagana, un atributo humano universal. Había ciertamente entre los clásicos un sentido de la dignidad, pero era la dignidad del hombre excelente, virtuoso, que vivía en condiciones de desarrollar sus virtudes y sus excelencias humanas. El concepto romano de humanidad se empleaba para describir la dignidad de una personalidad equilibrada y educada, que se encontraba en exclusiva entre los individuos más destacados de la aristocracia romana. La dignidad no era intrínseca, como tampoco lo eran los derechos humanos. Extensos grupos sociales carecían de ellos. La desigualdad era un rasgo natural de la sociedad. Se aceptaba como una realidad inevitable que hubiera esclavos o extranjeros, destinados a trabajos duros o degradantes, que podían ser torturados o consumidos en labores productivas o en diversiones. La plenitud física era elemento esencial de esa aristocrática dignidad humana: los enfermos crónicos, los tullidos o los deformes eran tenidos por indignos y su muerte era propiciada por la exposición y el abandono.

El respeto de la vida y de la dignidad del hombre constituye, según algunos, un derecho que ha de ser cumplido tanto más cuanto mayor es la debilidad del moribundo, los pacientes en estado de coma vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran fragilidad.

El precepto ético de no matar al paciente está presente e íntegramente conservado en la ética profesional del médico desde su mismo origen en el juramento hipocrático. Un análisis comparado de las normas sobre la atención médica al paciente terminal recogidas en los códigos de ética y deontología de 39 asociaciones médicas nacionales de Europa y América, mostró la profunda unidad de la tradición común: junto a la condena unánime de la eutanasia y la ayuda médica al suicidio y del firme rechazo del “encarnizamiento terapéutico”[10], se recomiendan los cuidados paliativos[11] de calidad como medida proporcionada a la dignidad del moribundo. Justamente, muchos invocan la protección de la dignidad humana del paciente crónico o terminal como razón fundamental para el tratamiento diligente del dolor o del sufrimiento.

El enfermo terminal tiene derecho a una autentica muerte digna, y esto incluye:[12]

  • El derecho a no sufrir inútilmente[13].
  • El derecho a conocer la verdad de su situación.
  • El derecho a decidir sobre sí mismo y sobre las intervenciones a que se le haya de someter[14].
  • El derecho a mantener un diálogo confiado con los médicos y familiares, amigos.
  • El derecho a recibir asistencia espiritual.
Si queremos oponernos a la marea creciente que, empujada por la mentalidad pro-eutanasia y la ética de la libre elección, amenaza con disolver la dignidad humana del enfermo terminal, hemos de aprender que la finitud humana no es ninguna desgracia y que la dignidad del hombre ha de ser atendida y cuidada hasta el final.

2.  La dignidad en la visión de Tomás Melendo

En tiempos más recientes, no han cesado de aparecer análisis y profundizaciones del concepto morir con dignidad. Son muchos los que tratan de arrebatarlo de las manos de los promotores de la eutanasia que han tratado de apropiarse de su uso en exclusiva. Uno de los que quiere devolver el significado de la palabra “dignidad” es Tomás Melendo[15], quien dice que el punto terminal de referencia y el origen de cualquier dignidad reside en la suprema estimación interior del sujeto considerado digno.

“En el fundamento último de la dignidad hay, pues, en juego dos elementos que, al menos desde las especulaciones de Agustín de Hipona, se encuentran estrechamente emparentados: 1) la superioridad o elevación en la bondad, y 2) la interioridad o profundidad de semejante realeza.”[16] 
Pero cabe y es conveniente dar un paso más.  Lo hare de la mano de Spaemann[17], que con palabras no del todo claros, alude a la dignidad como a “la expresión de un descansar en sí mismo, de una independencia interior”[18]. Afirmado lo cual, concluye, con la terminología más metafísica pero intuitivamente comprensible:

“La dignidad tiene mucho que ver con la capacidad activa de ser; ésta es su manifestación”[19].
La dignidad es, por tanto el aprecio correspondiente a una sobreabundancia de ser, a una poderosa consistencia interna, a una serena y nada violenta fuerza íntima, cuyos frutos más sobresalientes – la libertad y el amor- hacen de la persona un “alguien” autónomo.

“Dignidad señala aquella excelencia correlativo a un tal grado de interioridad, de riqueza interior, que permite al sujeto manifestarse como autónomo. Y, en verdad, quien posee un “dentro” en virtud del cual puede decirse que “se apoya o sustenta en sí”, conquista esa “estatura” ontológica capaz de introducirlo en la esfera propia de lo sobre eminente, de lo digno”.[20]
La forma más radical y directa  de escarnio a la dignidad humana es el intento inmediato de destrucción del ser de la persona a quien se agravia. Una manera fundamental de llevar a cabo posee especial relevancia, en los dominios de la medicina y de la bioética. Nos referimos: Al atentado contra la vida biológica, que es una afrenta contra el núcleo más íntimamente constitutivo de la persona, ya que la vida física se identifica en su hontanar radical con la vida personal estricta. O, dicho con otras palabras, el acto primordial del que derivan todas y cada una de las funciones vitales de nuestro organismo es estrictamente el mismo – el único ser personal – del que dimana, en su entera riqueza y variedad, la vida del espíritu[21].

Pretender prolongar siempre y a toda costa la vida meramente biológica humana es negar la verdad de la mortalidad humana y, por ello, actuar contra la dignidad del hombre. Del mismo modo, dar muerte a un paciente, aun cuando ya esté muriendo, viene a decir que la vida de ese hombre ha perdido todo significado y valor: pero eso es actuar contra la dignidad humana, pues esta no depende de la prestancia social, la libertad o el placer, sino del hecho de ser hombre. La dignidad humana no es algo subjetivo: nadie puede incrementar, disminuir o aniquilar a capricho su propia dignidad, y tampoco puede hacerlo con la dignidad de otro. Lo mismo pasa con la enfermedad y el morir: pueden humillar, disminuir la autoestima, avergonzar e, incluso, crear un sentimiento de indignidad. Pero esos asaltos no acaban con ella, no la merman: nos perturban precisamente porque ponen en el tapete el problema de si la vida humana tiene significado y valor, tiene dignidad.

Cuan diferentes en la expresión de la dignidad pueden ser las muertes de los pacientes: desde los que enfrentan el morir con valor, esperanza y amor, a los que lo hacen en el temor, la rebeldía, la desesperación o el auto desprecio. A unos y otros hay que tratar con dedicación y respeto. Es una tarea tremenda devolver a ciertos pacientes la fe en  su propia dignidad y hacerles sentir, en la situación terminal, totalmente carente a veces de estética, que su vida sigue teniendo valor y dignidad. Esa es una dura prueba para el médico y la enfermera, pero en eso consiste atender al moribundo. No habría asalto mayor a la dignidad humana ni, en último término, sufrimiento más grande que decir a uno de esos pacientes, mirándole a la cara, Sí, tienes razón. Tu vida carece de sentido y de valor. Te daré muerte, si tú lo quieres. Los moribundos deben saber que, para sus médicos, ellos nunca pierden su dignidad humana y que continúan en posesión de todo su valor y estima: sus vidas conservan siempre una medida bien colmada de significado y dignidad[22].

La situación terminal constituye, por encima de todo eso, una amenaza a la integridad del hombre, a su dignidad personal, que pone a prueba al enfermo y a los que le atienden. Y cuando esto se comprende, los resultados no se hacen esperar. Uno de los grandes promotores de los cuidados paliativos, ese modo tan profesionalmente médico de respetar la dignidad de los que van a morir, afirmaba que, a su juicio, uno de los argumentos más fuertes contra la eutanasia es el buen uso que él había visto hacer a muchos pacientes, y a sus familias, de los días finales de su existencia, después de que el dolor hubiera sido mitigado y antes de que llegara la muerte. Eliminar, mediante un acto de muerte compasiva, esa oportunidad dignificante equivaldría a privar a la familia y a la sociedad del valor y dignidad que se concentra justamente en el tramo final de la vida humana.

El contexto es de exquisita atención al enfermo. Dentro de él, hablando de El respecto medico a la vida terminal, Gonzalo Herranz obtiene una conclusión especialmente pertinente para el tema que llevamos entre manos: “Al médico – afirma – se le plantea, una cuestión previa: la de reconocer, detrás de aquella apariencia dolorida o degradada, toda la dignidad del hombre. La enfermedad terminal tiende a eclipsar la dignidad, a destruirla”. Y, poco más adelante, da la “receta” que permitiría superar esa delicada situación: “Para no desorientarse en el complejo curso de su relación con el enfermo terminal, para no perder la perspectiva, el médico paliativo ha de observar a su paciente con una visión binocular. Ha de mantener constantemente despierta la conciencia de que su relación con el enfermo es, de un lado, una relación interpersonal: tiene delante  a un ser humano, cuyas convicciones y deseos han de ser tenidos en cuenta y cumplidos en la medida de lo razonable. Esta relación personal ha de extenderse también a los allegados del enfermo. Eso ha de verlo el médico con su ojo sensible a lo humano y personal de su paciente”. Pero, al mismo tiempo, ha de atender a las necesidades y límites de la precaria biología del paciente terminal, de la vida que se va apagando. Con el ojo científico, el médico ha de ver por debajo de la piel del paciente terminal un objeto biológico gravemente trastornado. El  paciente no puede ser reducido nunca a un mero conjunto de moléculas desarregladas o de órganos desconcertados, a un sistema fisiopatológico caótico y desintegrado. Es esas cosas y, a la vez, una persona. La visión binocular del médico ha de integrar, suponer, la imagen de ese sistema fisiopatológico, trastornado más allá de toda posibilidad de arreglo, con la de ese ser humano al que no puede abandonar, al que ha de respetar y cuidar hasta el final[23].


LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO






[1] Tomás Melendo, “Dignidad: ¿una palabra vacía?”  p. 31.
[2] El vocablo dignidad ha adquirido una especial fuerza retórica en los debates sobre eutanasia o ayuda médica al suicidio, y, lógicamente, ha sido usado con propósitos persuasivos tanto por quienes las promueven, como por quienes las rechazan: qué cosa sea la dignidad del morir se ha convertido en la cuestión principal que enfrenta las contrapuestas culturas de la vida y de la muerte.
[3]Tomás Melendo,  Op. cit. p.32.
[4] Este es el concepto de dignidad que tienen los pro-eutanasia.
[5] Entiéndase intangible como algo que no se borra en ningún momento.
[6] Este es el concepto de dignidad que tienen los pro-vida.
[7] Esta frase es muy usada por aquellos que quieren que les apliquen la eutanasia.
[8] Cf. Arnau Narciso Jubany, Op. cit. p. 115.
[9]El 29 de agosto del año 2005, cuando el agua inundaba el hospital Memorial de Nueva Orleans tras el paso del devastador huracán «Katrina», dos enfermeras y una médica que estaban de guardia decidieron inyectar dosis letales de morfina y un sedante llamado Midazolam a cuatro pacientes que, debido a su grave situación, no podían ser evacuados del centro médico. Las virulentas embestidas del agua golpeaban sus camas contra las paredes y los enfermos no podían hacer nada por salvarse. Ante tal brutal escena, los sanitarios Anna Pou, Lori Budo y Chery Landry decidieron poner punto final a su sufrimiento aplicando la eutanasia. Dos años después fueron acusadas de homicidio en segundo grado.       

[10] Se quiere designar la actitud del médico que, ante la certeza moral que le dan sus conocimientos de que las curas o los remedios de cualquier naturaleza ya no proporcionan beneficio al enfermo y sólo sirven para prolongar su agonía inútilmente, se obstina en continuar el tratamiento y no deja que la naturaleza siga su curso. Esta actitud es consecuencia de un exceso de celo mal fundamentado, derivado del deseo de los médicos y los profesionales de la salud en general de tratar de evitar la muerte a toda costa, sin renunciar a ningún medio, ordinario o extraordinario, proporcionado o no, aunque eso haga más penosa la situación del moribundo. En otras ocasiones cabe hablar más propiamente de “ensañamiento terapéutico”, cuando se utiliza a los enfermos terminales para la experimentación de tratamientos o instrumentos nuevos. Aunque esto no sea normal en nuestros días, la historia, por desgracia, nos aporta algunos ejemplos. En cualquier caso, la obstinación terapéutica es gravemente inmoral, pues instrumentaliza a la persona subordinando su dignidad a otros fines.
Cf. Arnau Narciso Jubany, op.cit. p. 35.
[11] La medicina paliativa es una forma civilizada de atender a los pacientes terminales, opuesta principalmente a los dos conceptos extremos: “ensañamiento terapéutico” y “eutanasia”. Ésta es una nueva especialidad de la atención médica al enfermo terminal y a su entorno, que contempla el problema de la muerte del hombre desde una perspectiva profundamente humana, reconociendo su dignidad como persona en el marco del grave sufrimiento físico y psíquico que el fin de la existencia humana lleva generalmente consigo.
En definitiva, la medicina paliativa es, ni más ni menos, un cambio de mentalidad ante el paciente terminal. Es saber que, cuando ya no se puede curar, aún podemos cuidar; es la conciencia de cuándo se debe iniciar ese cambio, si no puedes curar, alivia. Y si no puedes aliviar, por lo menos consuela, en ese viejo refrán se concentra toda la filosofía de los cuidados paliativos.
Cf. Arnau Narciso Jubany, op.cit. p. 42.
[12] Cf. Arnau Narciso Jubany, op.cit. p. 39.
[13] Me refiero al ensañamiento terapéutico.
[14] El derecho a decidir sobre sí mismo amparan y legitiman la decisión de renunciar a los remedios excepcionales en la fase terminal, siempre que tras ellos no se oculte una voluntad suicida.
[15] Nació en Melilla, España en 1951. Doctor en Ciencias de la Educación y doctor en Filosofía, realizó sus estudios superiores en la Universidad de Navarra, y los completó en Italia (Roma) y en Alemania (Bremen y Marburg).  En 1983 ganó la Cátedra de Metafísica de la Universidad de La Laguna, y poco después se trasladó a Málaga, donde  en la actualidad reside, conjugando su dedicación a la Universidad con la redacción de escritos dirigidos a un amplio público y la  atención a sus siete hijos. Actualmente es director de los “Estudios Universitarios sobre la Familia” de la Universidad de Málaga, que incluyen un Master en Ciencias para la Familia, un experto en antropología de la familia y tres cursos más breves sobre la persona, fundamento de la familia, la sexualidad en el ámbito familiar y el matrimonio. Es socio fundador de la “Sociedad Andaluza de Investigación Bioética”, miembro de la “Sociedad Española de Bioética”, miembro de la “Sociedad Española de Personalismo”, Co-director de la sección de filosofía de la “Gran Enciclopedia Rialp” (GER), director de la revista “Metafísica y persona”. Sus escritos superan ya los cuarenta libros y más de un centenar de colaboraciones en libros, revistas especializadas, así como un buen numero de folletos y artículos de divulgación.
[16] Tomás Melendo, op.cit. p. 34.
[17] Filósofo alemán contemporáneo cercano al personalismo.
[18] “Y explica que semejante estar en sí no ha de interpretarse de manera negativa, como sucedería con la cerrazón del tímido o la clausura del egoísta o de la persona tímida, incapaz de enfrentarse con el mundo exterior; sino que debe concebirse de un modo eminentemente positivo. Sólo el animal fuerte nos parece poseedor de dignidad, pero sólo cuando no se ha apoderado de él la voracidad [con lo que esto implica de precariedad o dependencia, a la que es incapaz de resistir]. Y también sólo aquel animal que no se caracteriza fisonómicamente por una orientación hacia la mera supervivencia [signo también de subordinación y debilidad], como el cocodrilo con su enorme boca o los insectos gigantes  con unas extremidades desproporcionadas”.
 Cf. Tomás Melendo, “Introducción a la Antropología: la persona”, p. 47.
[19] Loc. cit.
[20] Tomás Melendo, “Dignidad: ¿una palabra vacía?”, p. 36.
[21] Cf. Ibid. p. 179.
[22] Decir que la dignidad humana puede disminuir o perderse a causa de la enfermedad y el sufrimiento equivale a decir que la dignidad humana depende de la capacidad de controlar cosas incontrolables como son el envejecimiento, la minusvalía o la enfermedad terminal. Analizando la relación entre dignidad e igualdad humanas, que el hombre no puede dejar de ser humano, lo que quiere decir que la dignidad es parte de su naturaleza.
[23] Cf. op.cit. p. 200.