La dignidad humana es un término que ha sido tan utilizado como
manipulado a lo largo de la historia. Se ha hablado de dignidad al declarar una
guerra, al justificar una masacre y al condenar con pena de muerte entre otras
cosas. Un argumento muy común de los que están a
favor de la eutanasia es el apelar a una “muerte digna”, pero ¿ellos entenderán
el significado de dignidad? En esta
parte veremos la concepción actual de dignidad, expondré que es lo que estos
señores que están a favor del asesinato entienden por dignidad, y el por qué
apelan a esta palabra para justificar la eutanasia. Luego comentaré el
significado de dignidad de la persona según nos habla Tomás Melendo, “en una primera instancia, lo más que podría
afirmarse de la dignidad es que constituye una sublime modalidad de “lo bueno”:
la excelencia de aquello que está dotado de una categoría superior.”[1] En este capítulo lo
que se quiere dejar en claro es que no funciona como convincente el apelar a
una “muerte digna”.
1.
Concepción actual de dignidad
En nuestra realidad actual se menciona mucho este término (dignidad), en
la mayoría de los casos se emplea este término en torno a las cuestiones de la
eutanasia[2]. En
algunos casos se vislumbra mejor su real significado que en otros. Dignidad
humana es ser todos capaces de distinguir el bien del mal, de llevar la
responsabilidad de nuestra propia vida; es mantener la esperanza de un futuro
mejor, actuando desde el presente para que se logre, si pensamos en dignidad
humana de esta manera, tan alentadora como comprometida, podemos decir que si
vale la pena defenderla, vivir con ella siempre, hacerla un pilar de vida,
volverla un medio para ser más humanos cada día, pero “¿qué
es lo que hace que a un determinado tipo de bondad, en razón de su particular
eminencia, le corresponda el apelativo de “dignidad?” Muchos diccionarios
hablan de una acepción relativa del vocablo “digno”-lo adecuado, lo conveniente
a una determinada realidad o actitud-, junto a otro no- referencial o
autárquico: absoluta. Y añaden que, cuando se utiliza la palabra “digno” de
esta segunda “manera, se toma siempre en buena parte y en contraposición de
indigno”. En sentido absoluto, el vocablo digno apela a una perfección, a una
bondad, a algo que, en cualquier caso, hay que calificar como positivo.”[3]
En la actualidad se presentan muchas opiniones diferentes acerca de lo
que es “dignidad”, unos utilizan la palabra “dignidad” de manera de
reconocimiento, como por ejemplo cuando se dice: “Las dignidades no han llegado”, lo que se quiere decir con esta
frase es “Las autoridades no han
llegado”. Siendo constituidas las personas como autoridades se les
reconoces como superiores.
Las personas no son personas
porque alguien las reconozca, sino por su propia estructura. Otros al ver la
estructura las reconoce como tales; esta dignidad de reconocimiento de alguien
no constituye a la persona, sino que es un derivado de ella.
Otros afirman que la vida
humana es un bien precioso, dotado de una dignidad excelente, que se reparte en
medida desigual entre los seres humanos, y que, en cada individuo, sufre
fluctuaciones con el transcurso del tiempo, hasta el punto de que puede extinguirse
y desaparecer: la dignidad consiste en calidad de vida, en fundada aspiración a
la excelencia. Cuando la calidad decae por debajo de un nivel crítico, la vida
pierde su dignidad y deja de ser un bien altamente estimable. Sin dignidad, la
vida del hombre deja de ser verdaderamente humana y se hace dispensable: esa
vida ya no es vida. Entonces, anticipar la muerte es la solución apetecible
cuando la vida pierde su dignidad[4].
Sin embargo otros pensamos que la dignidad es intangible[5] de toda
vida humana, incluso en el trance del morir: todas las vidas humanas, en toda
su duración, desde la concepción a la muerte natural, están dotadas de una
dignidad intrínseca (que está en el ser humano), objetiva, poseída por igual
por todos: esa dignidad rodea de un aura de nobleza y sacralidad inamisibles
todos los momentos de la vida del hombre[6].
1.1. Dignidad del morir en el contexto
pro-eutanasia
No es fácil encontrar en las publicaciones de
los que están a favor de la eutanasia una doctrina articulada y coherente sobre
la dignidad del morir, la búsqueda en los folletos de estos señores e incluso
en sus páginas de internet muchas veces resulta inútil.
El uso, por parte de los promotores de la
eutanasia, de la expresión morir con dignidad tiene un propósito más
oportunista y retórico que sustantivo. Aunque el morir y la muerte constituyen
para muchos hombres de hoy un tabú innombrable, en la dinámica de los
movimientos pro-eutanasia pierden su significado negativo y, cuando se combinan
con la palabra dignidad, se transmutan en otro nuevo y aceptable. Y así resulta
que muchas de las asociaciones que propugnan la despenalización de la eutanasia
y de la ayuda médica al suicidio se han autodenominado con términos que
combinan muerte y dignidad: “La muerte
digna”.
El proyecto ideológico que subyace a la
mentalidad de la muerte con dignidad o del derecho a una muerte digna consiste
en la aceptación de que la dignidad humana es minada, o incluso vilmente
destruida, por el sufrimiento, la debilidad, la dependencia de otros y la
enfermedad terminal. Se hace, por tanto, necesario rescatar el proceso de morir
de esas situaciones degradantes mediante el recurso a la eutanasia o al
suicidio ayudado por el médico.
“Una vida en determinadas condiciones es indigna, la imagen que proyecto
ante los seres cercanos o más aún en los otros, puede ser considerada como
humillante e indigna”[7].
Y ya que hay que morir, todos, en principio y
por instinto, queremos hacerlo con dignidad y decorosamente, conservando la
nobleza propia del hombre. Sobre este fondo, la mentalidad pro-eutanasia
construye su noción de morir con dignidad asignando al sufrimiento moral, al
dolor físico, a la incapacidad, a la dependencia de otros, a la enfermedad
terminal, un valor negativo, destructor de la dignidad humana. La muerte digna
es la única solución para poner término a la permanente indignidad de vivir
esas vidas sobrecargadas de valores negativos, carentes de valor vital.
Entonces, según ellos lo digno sería librarse a como dé lugar de todo lo
negativo en la muerte.
El derecho a morir con dignidad se invoca como
un derecho que garantiza la posibilidad de vivir y morir con la inherente
dignidad de una persona humana, y como recurso que libera de la agonía, de la
posibilidad de vivir en un estado de miseria emocional o psicológica. El
decaimiento biológico, el no valerse por uno mismo y depender de otros para las
acciones y funciones más comunes, son considerados, en la mentalidad de la
muerte con dignidad, como razón suficiente para reclamar el derecho a morir, a
fin de impedir que la dignidad humana sea socavada y arruinada por la invalidez
extrema, la dependencia y el sufrimiento.
A raíz de esto surge una pregunta: ¿se pierde realmente la dignidad humana cuando uno está muy enfermo, muy
debilitado, o si no puede seguir viviendo si no es con la ayuda de otros? En el
fondo, la noción de dignidad propia de la mentalidad eutanásica es totalmente
ajena al concepto de dignidad de la mentalidad pro-vida. Este tiene una base
ontológica: la dignidad es intrínseca, universal, inalienable, inmune a las
influencias de fortuna o de gracia, refractaria al proceso de morir. Aquella,
aunque importante, es accidental. La dignidad social es una variable
dependiente de numerosas circunstancias: el paso del tiempo, la posesión de
dinero, influencia, prestancia física, clase o títulos; se tiene, pero puede
disminuir por debajo de un valor crítico hasta llegar a perderse. Es
especialmente sensible a influencias sociales y estéticas.
La vida humana en su dimensión corporal
participa de la dignidad de la persona, pero no se identifica con esta
dignidad. La persona es cuerpo, pero es también más que cuerpo. Forman parte,
por ello, de la dignidad de la persona otros valores más altos que el de su
vida física, y por los que el hombre puede entregar su vida, gastarla y
acortarla mientras no atente directamente contra ella. La vida humana, siendo un
valor fundamental de la persona, no es el valor absoluto y supremo[8].
Los partidarios de la eutanasia justifican esto diciendo que todos
tenemos derecho a tener una vida digna, y esto incluye también una muerte
digna, cuando se ayuda a morir, no se está matando, se está aportando dignidad,
aliviando el dolor y el sufrimiento. Es la enfermedad la que mata.
Los pro-eutanasia justifican su acto criminal
con muchos ejemplos que se presentan en hospitales u otros[9], para tratar de conmover a
la gente y así confundir con sus terminologías engañosas para que se aprueben
estos actos criminales, dicen que la eutanasia y el suicidio asistido representan
el más elevado compromiso ético y ponen como ejemplo las leyes de Bélgica,
Holanda y Luxemburgo, que no penalizan estos casos, y la de Suiza, que la
permite, existiendo una clínica especializada en el país.
Una muerte digna encuentra respuesta, no en la
legalización de la eutanasia, sino en el desarrollo y difusión de cuidados
paliativos, tratando de eliminar el sufrimiento y no al ser humano que sufre.
1.2. Dignidad del morir en el contexto pro-vida
En la tradición ética del respeto a la vida,
la dignidad humana es invariable: no se disminuye a causa de la enfermedad, el
sufrimiento, la malformación o la demencia. La tradición bíblico-cristiana
proclama el respeto a la vida, afirma que la dignidad humana es compartida por
igual por todos los hombres y asegura que esa dignidad no sucumbe al paso de
los años ni se degrada por la enfermedad ni en el proceso de morir.
La medicina antigua fue ciega a la dignidad
del morir. La debilidad extrema, irreversible, no parecía entonces digna de
atención. La sentencia del médico ante el desahuciado “ya nada hay que hacer”
se seguía en la antigüedad al pie de la letra. El médico abandonaba al
incurable. En la tradición hipocrática, el médico se abstenía de proporcionar
un veneno a su paciente para que este pusiera fin a su vida. Eso era todo: el
médico no tenía medicinas, ni heroicas ni eutanásicas, con que socorrerle. La inutilidad
terapéutica obligaba a respetar el curso natural de la enfermedad intratable.
La dignidad humana nunca fue, en la antigüedad
pagana, un atributo humano universal. Había ciertamente entre los clásicos un
sentido de la dignidad, pero era la dignidad del hombre excelente, virtuoso,
que vivía en condiciones de desarrollar sus virtudes y sus excelencias humanas.
El concepto romano de humanidad se
empleaba para describir la dignidad de una personalidad equilibrada y educada,
que se encontraba en exclusiva entre los individuos más destacados de la
aristocracia romana. La dignidad no era intrínseca, como tampoco lo eran los
derechos humanos. Extensos grupos sociales carecían de ellos. La desigualdad
era un rasgo natural de la sociedad. Se aceptaba como una realidad inevitable
que hubiera esclavos o extranjeros, destinados a trabajos duros o degradantes,
que podían ser torturados o consumidos en labores productivas o en diversiones.
La plenitud física era elemento esencial de esa aristocrática dignidad humana:
los enfermos crónicos, los tullidos o los deformes eran tenidos por indignos y
su muerte era propiciada por la exposición y el abandono.
El respeto de la vida y de la dignidad del
hombre constituye, según algunos, un derecho que ha de ser cumplido tanto más
cuanto mayor es la debilidad del moribundo, los pacientes en estado de coma
vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto
debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran
fragilidad.
El precepto ético de no matar al paciente está
presente e íntegramente conservado en la ética profesional del médico desde su
mismo origen en el juramento hipocrático. Un análisis comparado de las normas
sobre la atención médica al paciente terminal recogidas en los códigos de ética
y deontología de 39 asociaciones médicas nacionales de Europa y América, mostró
la profunda unidad de la tradición común: junto a la condena unánime de la
eutanasia y la ayuda médica al suicidio y del firme rechazo del “encarnizamiento terapéutico”[10], se recomiendan los
cuidados paliativos[11] de
calidad como medida proporcionada a la dignidad del moribundo. Justamente,
muchos invocan la protección de la dignidad humana del paciente crónico o
terminal como razón fundamental para el tratamiento diligente del dolor o del
sufrimiento.
El enfermo terminal tiene derecho a una
autentica muerte digna, y esto incluye:[12]
- El derecho a no sufrir inútilmente[13].
- El derecho a conocer la verdad de su situación.
- El derecho a decidir sobre sí mismo y sobre las
intervenciones a que se le haya de someter[14].
- El derecho a mantener un diálogo confiado con los
médicos y familiares, amigos.
- El derecho a recibir asistencia espiritual.
Si queremos oponernos a la marea creciente
que, empujada por la mentalidad pro-eutanasia y la ética de la libre elección,
amenaza con disolver la dignidad humana del enfermo terminal, hemos de aprender
que la finitud humana no es ninguna desgracia y que la dignidad del hombre ha
de ser atendida y cuidada hasta el final.
2. La
dignidad en la visión de Tomás Melendo
En tiempos más recientes, no han cesado de
aparecer análisis y profundizaciones del concepto morir con dignidad. Son
muchos los que tratan de arrebatarlo de las manos de los promotores de la
eutanasia que han tratado de apropiarse de su uso en exclusiva. Uno de los que
quiere devolver el significado de la palabra “dignidad” es Tomás Melendo[15], quien
dice que el punto terminal de referencia y el origen de cualquier dignidad
reside en la suprema estimación interior del sujeto considerado digno.
“En el fundamento último de la dignidad hay, pues, en juego dos
elementos que, al menos desde las especulaciones de Agustín de Hipona, se
encuentran estrechamente emparentados: 1) la superioridad o elevación en la
bondad, y 2) la interioridad o profundidad de semejante realeza.”[16]
Pero cabe y es conveniente dar un paso más. Lo hare de la mano de Spaemann[17],
que con palabras no del todo claros, alude a la dignidad como a “la expresión de un descansar en sí mismo, de
una independencia interior”[18]. Afirmado lo cual,
concluye, con la terminología más metafísica pero intuitivamente comprensible:
“La dignidad tiene mucho que ver con la capacidad activa de ser; ésta es
su manifestación”[19].
La dignidad es, por tanto el aprecio correspondiente a una sobreabundancia
de ser, a una poderosa consistencia interna, a una serena y nada violenta
fuerza íntima, cuyos frutos más sobresalientes – la libertad y el amor- hacen
de la persona un “alguien” autónomo.
“Dignidad señala aquella excelencia correlativo a un tal grado de
interioridad, de riqueza interior, que permite al sujeto manifestarse como
autónomo. Y, en verdad, quien posee un “dentro” en virtud del cual puede
decirse que “se apoya o sustenta en sí”, conquista esa “estatura” ontológica
capaz de introducirlo en la esfera propia de lo sobre eminente, de lo digno”.[20]
La forma más radical y directa de
escarnio a la dignidad humana es el intento inmediato de destrucción del ser de
la persona a quien se agravia. Una manera fundamental de llevar a cabo posee especial
relevancia, en los dominios de la medicina y de la bioética. Nos referimos: Al
atentado contra la vida biológica, que es una afrenta contra el núcleo más
íntimamente constitutivo de la persona, ya que la vida física se identifica en
su hontanar radical con la vida personal estricta. O, dicho con otras palabras,
el acto primordial del que derivan todas y cada una de las funciones vitales de
nuestro organismo es estrictamente el mismo – el único ser personal – del que
dimana, en su entera riqueza y variedad, la vida del espíritu[21].
Pretender prolongar siempre y a toda costa la
vida meramente biológica humana es negar la verdad de la mortalidad humana y,
por ello, actuar contra la dignidad del hombre. Del mismo modo, dar muerte a un
paciente, aun cuando ya esté muriendo, viene a decir que la vida de ese hombre
ha perdido todo significado y valor: pero eso es actuar contra la dignidad
humana, pues esta no depende de la prestancia social, la libertad o el placer,
sino del hecho de ser hombre. La dignidad humana no es algo subjetivo: nadie
puede incrementar, disminuir o aniquilar a capricho su propia dignidad, y
tampoco puede hacerlo con la dignidad de otro. Lo mismo pasa con la enfermedad
y el morir: pueden humillar, disminuir la autoestima, avergonzar e, incluso,
crear un sentimiento de indignidad. Pero esos asaltos no acaban con ella, no la
merman: nos perturban precisamente porque ponen en el tapete el problema de si
la vida humana tiene significado y valor, tiene dignidad.
Cuan diferentes en la expresión de la dignidad
pueden ser las muertes de los pacientes: desde los que enfrentan el morir con
valor, esperanza y amor, a los que lo hacen en el temor, la rebeldía, la
desesperación o el auto desprecio. A unos y otros hay que tratar con dedicación
y respeto. Es una tarea tremenda devolver a ciertos pacientes la fe en su propia dignidad y hacerles sentir, en la
situación terminal, totalmente carente a veces de estética, que su vida sigue
teniendo valor y dignidad. Esa es una dura prueba para el médico y la enfermera,
pero en eso consiste atender al moribundo. No habría asalto mayor a la dignidad
humana ni, en último término, sufrimiento más grande que decir a uno de esos
pacientes, mirándole a la cara, Sí, tienes razón. Tu vida carece de sentido y
de valor. Te daré muerte, si tú lo quieres. Los moribundos deben saber que,
para sus médicos, ellos nunca pierden su dignidad humana y que continúan en
posesión de todo su valor y estima: sus vidas conservan siempre una medida bien
colmada de significado y dignidad[22].
La situación terminal constituye, por encima
de todo eso, una amenaza a la integridad del hombre, a su dignidad personal,
que pone a prueba al enfermo y a los que le atienden. Y cuando esto se
comprende, los resultados no se hacen esperar. Uno de los grandes promotores de
los cuidados paliativos, ese modo tan profesionalmente médico de respetar la
dignidad de los que van a morir, afirmaba que, a su juicio, uno de los
argumentos más fuertes contra la eutanasia es el buen uso que él había visto
hacer a muchos pacientes, y a sus familias, de los días finales de su
existencia, después de que el dolor hubiera sido mitigado y antes de que
llegara la muerte. Eliminar, mediante un acto de muerte compasiva, esa
oportunidad dignificante equivaldría a privar a la familia y a la sociedad del
valor y dignidad que se concentra justamente en el tramo final de la vida
humana.
El contexto es de exquisita atención al enfermo. Dentro de él, hablando
de El respecto medico a la vida terminal,
Gonzalo Herranz obtiene una conclusión especialmente pertinente para el tema
que llevamos entre manos: “Al médico – afirma – se le plantea, una cuestión
previa: la de reconocer, detrás de aquella apariencia dolorida o degradada,
toda la dignidad del hombre. La enfermedad terminal tiende a eclipsar la
dignidad, a destruirla”. Y, poco más adelante, da la “receta” que permitiría
superar esa delicada situación: “Para no desorientarse en el complejo curso de
su relación con el enfermo terminal, para no perder la perspectiva, el médico
paliativo ha de observar a su paciente con una visión binocular. Ha de mantener
constantemente despierta la conciencia de que su relación con el enfermo es, de
un lado, una relación interpersonal: tiene delante a un ser humano, cuyas convicciones y deseos
han de ser tenidos en cuenta y cumplidos en la medida de lo razonable. Esta
relación personal ha de extenderse también a los allegados del enfermo. Eso ha
de verlo el médico con su ojo sensible a lo humano y personal de su paciente”.
Pero, al mismo tiempo, ha de atender a las necesidades y límites de la precaria
biología del paciente terminal, de la vida que se va apagando. Con el ojo
científico, el médico ha de ver por debajo de la piel del paciente terminal un
objeto biológico gravemente trastornado. El
paciente no puede ser reducido nunca a un mero conjunto de moléculas
desarregladas o de órganos desconcertados, a un sistema fisiopatológico caótico
y desintegrado. Es esas cosas y, a la vez, una persona. La visión binocular del
médico ha de integrar, suponer, la imagen de ese sistema fisiopatológico,
trastornado más allá de toda posibilidad de arreglo, con la de ese ser humano
al que no puede abandonar, al que ha de respetar y cuidar hasta el final[23].
LUIS ALBERTO CHUMACERO ORRILLO
El 29 de agosto del año 2005, cuando el agua
inundaba el hospital Memorial de Nueva Orleans tras el paso del devastador
huracán «Katrina», dos enfermeras y una médica que estaban de guardia
decidieron inyectar dosis letales de morfina y un sedante llamado Midazolam a
cuatro pacientes que, debido a su grave situación, no podían ser evacuados del
centro médico. Las virulentas embestidas del agua golpeaban sus camas contra
las paredes y los enfermos no podían hacer nada por salvarse. Ante tal brutal
escena, los sanitarios Anna Pou, Lori Budo y Chery Landry decidieron poner
punto final a su sufrimiento aplicando la eutanasia. Dos años después fueron
acusadas de homicidio en segundo grado.