Para vivir una vida auténticamente humana,
hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que
requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan
oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no
sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en
ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio!
A veces la causa de la insinceridad es la
vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal. El Señor ama tanto esta virtud
que declaró de Sí mismo: “Yo soy la Verdad”[1],
mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira[2],
todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para
nosotros, que sean santificados en la verdad[3].
Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser
auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a
ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles
de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar
en el anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el
examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay
sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás.
A los hombres nos da miedo, a veces, la
verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede
llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a
medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar
el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la
verdad tal como es.
La sinceridad es una virtud cristiana de
primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta
sus últimas consecuencias. La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a
reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones;
nos hace estar siempre alerta ante la tentación de “fabricarnos” la verdad, de
pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden
engañarse a sí mismos diciendo que “para ellos” no es pecado algo prohibido por
la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a
no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical
deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las
cosas de Dios.
Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo
es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse
con ellas, o no decir toda la verdad: “Nunca quieres "agotar la
verdad". Unas veces, por corrección; Otras por no darte un mal rato.
Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo a ahondar,
jamás serás hombre de criterio.”[4]
Para ser sinceros, el primer medio que
hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los
defectos del carácter, que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y
valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia
diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y
la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos
de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar
hacia Dios. “No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre,
aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se
estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa
a ser un caldo de bichos.”[5]
Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello
que más nos cuesta.
Si rechazamos al demonio, con la ayuda de
la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es
la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para
nosotros y para los demás.
Sinceros con Dios, con nosotros mismos y
con los demás. Si no lo somos con Dios, no podemos amarle
ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos, no podemos tener una
conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal; si no lo somos con
los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos al Señor.
Quienes nos rodean han de sabernos personas
veraces, que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de
hombres y mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás: “Sea
pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal
principio procede.”[6]
El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente
comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un
reflejo de nuestro trato con Dios.
El amor a la verdad nos llevará a
rectificar, si nos hubiéramos equivocado. “Acostúmbrate a no mentir jamás a
sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente
que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación,
enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo
así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la
mentira.”[7]
La infidelidad es siempre un engaño,
mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en
la vida social. Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el
cumplimiento de los contratos, las actuaciones de los gobernantes, etc.
En un matrimonio debe primar la sinceridad en todo, sin secretos
de ninguna naturaleza, que suelen acarrear un maremoto de celos de
imprevisibles consecuencias para la paz del hogar. Es necesario mirarse el uno
al otro como personas y no únicamente como "padres".
Debe resaltar siempre lo bueno, corrigiendo con cariño y
comprensión los desaciertos.
Jamás una reprimenda, o “decirse cosas” frente a los hijos,
¡porque eso no lo olvidarán jamás! También en cuanto a la educación de los
hijos deben hacerse un plan y trabajar los dos mancomunados, unidos; pues si
uno dice “si”, y el otro dice “no”, desconcierta, si una parte permite todo, o
desacredita y la otra parte trata de poner un orden en la vida familiar,
desorienta a los hijos que generalmente se sienten heridos en el alma, o tratan
de sacar “ventajas” de las desavenencias de sus propios padres.
Nadie en la vida está libre de momentos desagradables, pero es
necesario prevenir, medir las palabras y actitudes, pensando en las
consecuencias que estás pueden traen tanto para los hijos como para la misma
vida marital.
La bondad, el perdón, el diálogo y muchas veces el silencio antes
que las palabras fuera de lugar, son piezas claves para la armonía familiar. Desastres
familiares provienen generalmente de cosas pequeñas que se amontonan y nunca se
quiere enfrentar y aceptar para darle adecuada solución, y luego resulta tarde.
Un divorciado confiaba esto: “Hubo en mi matrimonio malos ratos que yo pensaba
que eran intolerables, hasta que he descubierto que la vida es más intolerable
sin ellos”. Al respecto aconsejaba el cardenal Feltin: “Que los esposos
no se hagan ilusiones: la felicidad que los esposos encontrarán en el hogar
será siempre fruto de una renuncia recíproca. El amor tendrá que ser purificado
y cultivado siempre, debe construirse sin descanso, no existe un estado
definitivo, una conquista definitiva del amor”.
El amor a la verdad nos llevará también a
no formarnos juicios precipitados, basados en una información superficial,
sobre personas o hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante
noticias difundidas por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que
muchas veces son tendenciosas o simplemente incompletas.
Con frecuencia, los hechos objetivos vienen
envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión
deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias
referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la
verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que
enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a
la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará
realidad la promesa de Jesús: “La verdad os hará libres.”[8]
Acudamos siempre a nuestra Madre la siempre
virgen María, quien es modelo de obediencia, sinceridad y santidad, para que
nos ayude a poder ser sinceros siempre con todas las personas y así mostremos
nuestro amor a Dios.
(Partes tomadas de la colección de libros "Hablar con Dios", Francisco Carbajal)
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Camino”, n° 33