miércoles, 13 de mayo de 2015

LA SINCERIDAD


Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio!

A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal. El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: “Yo soy la Verdad”[1], mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira[2], todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad[3].

Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás.

A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como es.

La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias. La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la tentación de “fabricarnos” la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que “para ellos” no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.

Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad: “Nunca quieres "agotar la verdad". Unas veces, por corrección; Otras por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio.”[4]
Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del carácter, que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. “No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos.”[5] Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que más nos cuesta.

Si rechazamos al demonio, con la ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.

Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos, no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal; si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos al Señor.

Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de hombres y mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás: “Sea pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal principio procede.”[6] El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un reflejo de nuestro trato con Dios.

El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado. “Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira.”[7]

La infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en la vida social. Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones de los gobernantes, etc.

En un matrimonio debe primar la sinceridad en todo, sin secretos de ninguna naturaleza, que suelen acarrear un maremoto de celos de imprevisibles consecuencias para la paz del hogar. Es necesario mirarse el uno al otro como personas y no únicamente como "padres".

Debe resaltar siempre lo bueno, corrigiendo con cariño y comprensión los desaciertos.

Jamás una reprimenda, o “decirse cosas” frente a los hijos, ¡porque eso no lo olvidarán jamás! También en cuanto a la educación de los hijos deben hacerse un plan y trabajar los dos mancomunados, unidos; pues si uno dice “si”, y el otro dice “no”, desconcierta, si una parte permite todo, o desacredita y la otra parte trata de poner un orden en la vida familiar, desorienta a los hijos que generalmente se sienten heridos en el alma, o tratan de sacar “ventajas” de las desavenencias de sus propios padres.

Nadie en la vida está libre de momentos desagradables, pero es necesario prevenir, medir las palabras y actitudes, pensando en las consecuencias que estás pueden traen tanto para los hijos como para la misma vida marital.

La bondad, el perdón, el diálogo y muchas veces el silencio antes que las palabras fuera de lugar, son piezas claves para la armonía familiar. Desastres familiares provienen generalmente de cosas pequeñas que se amontonan y nunca se quiere enfrentar y aceptar para darle adecuada solución, y luego resulta tarde. Un divorciado confiaba esto: “Hubo en mi matrimonio malos ratos que yo pensaba que eran intolerables, hasta que he descubierto que la vida es más intolerable sin ellos”. Al respecto aconsejaba el cardenal Feltin: “Que los esposos no se hagan ilusiones: la felicidad que los esposos encontrarán en el hogar será siempre fruto de una renuncia recíproca. El amor tendrá que ser purificado y cultivado siempre, debe construirse sin descanso, no existe un estado definitivo, una conquista definitiva del amor”.

El amor a la verdad nos llevará también a no formarnos juicios precipitados, basados en una información superficial, sobre personas o hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son tendenciosas o simplemente incompletas.

Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: “La verdad os hará libres.”[8]

Acudamos siempre a nuestra Madre la siempre virgen María, quien es modelo de obediencia, sinceridad y santidad, para que nos ayude a poder ser sinceros siempre con todas las personas y así mostremos nuestro amor a Dios.


(Partes tomadas de la colección de libros "Hablar con Dios", Francisco Carbajal)

[1] Jn 14, 6
[2] Jn 8, 44
[3] Cfr. Jn 17, 17 ss.
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Camino”,  n° 33
[5] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”, n° 181.
[6] Mt 5,37
[7] San Francisco de Sales, “Introducción a la vida devota”, III, 30
[8] Jn 8, 32.