La Murmuración
El octavo mandamiento de la ley de Dios nos dice “No dirás falso testimonio ni
mentirás”, este mandamiento de la Ley de Dios nos manda decir
la verdad y respetar la fama del prójimo; así mismo nos prohíbe: atestiguar lo
falso en juicio, calumniar al prójimo, decir cualquier clase de mentira,
murmurar, juzgar mal del prójimo, descubrir sin motivo sus defectos, y toda
ofensa contra el honor y la buena fama de los demás[1].
El Papa Francisco alertó que cuando una
persona usa la lengua para hablar mal del hermano o de la hermana, lo que está
haciendo en realidad es "matar a Dios". “Las murmuraciones siempre
van sobre esta dimensión de la criminalidad. No hay habladurías inocentes”
La lengua, dijo citando al Apóstol Santiago, es para alabar a
Dios, "pero cuando usamos nuestra lengua para hablar mal del hermano o de
la hermana, la usamos para matar a Dios", "la imagen de Dios en el
hermano".
Si tú hablas mal del hermano, matas al hermano. Y nosotros,
cada vez que lo hacemos, imitamos aquel gesto de Caín, el primer homicida de la
Historia.
“¿Cómo puedes decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la
paja que hay en tu ojo", no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?
Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la
brizna que hay en el ojo de tu hermano”. (Lc. 6, 42)
Lo que debemos hacer antes de hablar mal de un hermano es
mordernos la lengua, es una práctica que no falla y también rezar por él, hacer
penitencia por él, cuantos de Uds. hacen algo en favor del otro; y si no te
gusta algo de él díselo pero con caridad y no delante de todos. Pablo fue un
pecador fuerte, y dice de sí mismo: “Antes era un blasfemo, un perseguidor y un
violento. Pero fui tratado con misericordia”. (1 Tim. 1, 13)
Quizás ninguno de nosotros blasfema, quizás. Pero si alguno de
nosotros murmura, ciertamente es un perseguidor y un violento. Pidamos para
nosotros, para la Iglesia toda, la gracia de la conversión de la criminalidad de las
habladurías al amor, a la humildad, a la mansedumbre, a la docilidad, a la
magnanimidad del amor hacia el prójimo[2].
¿Por qué
se murmura? La respuesta es muy sencilla, por envidia, por odio, por intereses,
por vanidad,…Es muy corriente que cuando varias personas empiezan a hablar mal
de alguien, este alguien no importe a ninguno ni un “comino”. Solo les importa
el propio “yo” a cada uno. Si decimos que “fulano" es feo, torpe, necio,
pobre, etc. en el fondo estamos dando a entender que nosotros somos guapos,
ágiles, inteligentes y ricos. Algo que nos alegra y llena de satisfacción. Con
frecuencia, la causa es un complejo de inferioridad, acompañado con la cobardía
de quien es incapaz de dar la cara.
“Jesús
callaba. Y nosotros debemos aprender a callar en muchas ocasiones. A veces, el
orgullo infantil, la vanidad, hacen salir fuera lo que debió quedar en el
interior del alma; palabras que nunca debieron decirse. La figura callada de
Cristo será un Modelo siempre presente ante tanta palabra vacía e inútil. Su
ejemplo es un motivo y un estímulo para callar a veces ante la calumnia o la
murmuración. “In silentio et in spe erit fortitudo vestra”, en el
silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, nos dice el Espíritu
Santo, por boca del Profeta Isaías (Is. 30, 15).
Pero
Jesús no siempre calla. Porque existe también un silencio que puede ser
colaborador de la mentira, un silencio compuesto de complicidades y de grandes
o pequeñas cobardías; un silencio que a veces nace del miedo a las
consecuencias, del temor a comprometerse, del amor a la comodidad, y que cierra
los ojos a lo que molesta para no tener que hacerle frente: problemas que se
dejan a un lado, situaciones que debieron ser resueltas en su momento porque
hay muchas cosas que el paso del tiempo no arregla, correcciones fraternas que
nunca se debieron dejar de hacer... dentro de la propia familia, en el trabajo,
al superior o al inferior, al amigo y a quien cuesta tratar.
La
Palabra de Jesús está llena de autoridad, y también de fuerza ante la
injusticia y el atropello: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!,
porque exprimís las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas
oraciones (Mt. 23, 14). Jamás le importó ir contra corriente a la hora de
proclamarla verdad”[3].
La Amistad
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos... Ya no os llamo siervos..., a vosotros os llamo
amigos” (Jn. 15, 13-15), nos dice el
Señor.
Jesús es nuestro Amigo. En Él encontraron los Apóstoles su mejor
amistad. Era alguien que les quería, con quien podían comunicar sus penas y
alegrías, a quien podían preguntar con entera confianza. Sabían bien lo que deseaba
expresar cuando les decía: “amaos los unos a los otros... como Yo os he
amado” (Jn. 13, 14). Las hermanas de Lázaro no encuentran mejor título que
el de la amistad para solicitar su presencia: “tu amigo está enfermo” (Jn. 11,
3), le mandan decir. Es el mayor argumento que tienen a mano.
Jesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que encontró
por los caminos de Palestina. Aprovechaba siempre el diálogo para llegar al
fondo de las almas y llenarlas de amor. Y además de su infinito amor por todos
los hombres, manifestó su amistad con personas bien determinadas: los
Apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Lázaro y su familia. Al mismo Judas no
le negó el honroso título de amigo en el mismo momento en que éste le entregaba
en manos de sus enemigos. Estimaba mucho la amistad de sus amigos; a Pedro le
preguntará después de las negaciones: “¿me amas?” (Jn 21, 16), ¿eres mi
amigo?, ¿puedo confiar en ti? Y le entrega su Iglesia: Apacienta mis corderos...
apacienta mis ovejas. “Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un
compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda
nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva[4]”.
El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una
actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La
oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás,
aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la
gratitud, virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
La amistad verdadera es desinteresada, pues más consiste en dar
que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo: “El amigo
verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser
leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios
nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo
con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal
sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que
se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que
somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos[5]”.
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista
correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos[6]. Si
es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja
corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la
dificultad, “hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín:
Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma”[7].
Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca
habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su
defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar,
consolar, ayudar con el ejemplo.
La amistad todo lo puede con la ayuda de la gracia; ayuda que
debemos implorar del Señor con oración y mortificación. Como nunca les hemos
ocultado nuestra fe en Cristo, les parecerá natural que les hablemos con
frecuencia de lo más esencial de nuestra vida, lo mismo que ellos nos hablan de
los asuntos que consideran de más importancia.
El Señor desea que tengamos muchos amigos porque es infinito su
amor por los hombres y nuestra amistad es un instrumento para llegar a ellos.
¡Cuántas personas con las que cada día nos relacionamos están esperando, aun
sin saberlo, que les llegue la luz de Cristo! ¡Qué alegría la nuestra cada vez
que un amigo nuestro se hace amigo del Amigo! Jesús, que pasó haciendo el bien
(Hch. 10), y que se ganó el corazón de tantas personas, es nuestro modelo.
Así hemos de pasar nosotros por la familia, el trabajo, los
vecinos, los amigos. Hoy es un día oportuno para que nos preguntemos si las
personas que habitualmente se relacionan con nosotros se sienten movidas por
nuestro ejemplo y nuestra palabra a estar más cerca del Señor, si nos preocupa
su alma, si se puede decir con verdad que, como Jesús, estamos pasando por su
vida haciendo el bien. [8]